Por Pablo Borla
El feminismo es la lucha colectiva más trascendente de los últimos treinta años. Sin querer establecer parámetros de competencia, su impacto no intenta resolver una situación puesta en conflicto desde la Revolución Industrial, como el ecologismo, sino que ahonda en las raíces mismas de una organización social, de corte patriarcal, que impera desde hace milenios con su huella de dolor e injusticia.
La idea de mujer es un concepto que se ha construido histórica y socialmente desde la perspectiva masculina dominante. En la tarea del cambio de paradigmas, la mujer tiene el rol principal pero no el único, porque para ello la masculinidad también debe cambiar los propios.
Es un logro aún muy dificultoso, pero gracias a la lucha femenina ha dejado de ser una utopía -etimológicamente “un lugar inexistente”- para pasar a ser no sólo posible sino deseable.
La lucha por la plena equidad e igualdad de género debe ser encarada por una sociedad como un acto de defensa propia, sin el cual, cualquier proyecto común y pleno no tiene consistencia.
En ello, asistimos a una época fundacional. En un futuro tal vez experimentemos como realidades palpables lo que por el momento son palabras o deseos a los que les cuesta pasar de las buenas intenciones a los hechos concretos.
El feminismo supera ampliamente la definición de “movimiento” para ser una clave política que la ética pública exige como perentoria.
La estructura básica de las relaciones sociales, las leyes que nos rigen, los usos y costumbres, son fruto de una mirada patriarcal y paternalista que promovió y dispensó con similar liviandad múltiples acciones de violencia física, moral y laboral -por citar solo unas cuantas- y que han costado millones de vidas a lo largo de la historia, ejercidas por la mera condición de ser mujer.
Suelo escuchar airadas protestas acerca de la inconveniencia de algunas acciones, tales como pintar consignas en las paredes de las iglesias, o ciertas conductas de orden escatológico ejercidas durante las manifestaciones en repudio a los feminicidios o en el Día de la Mujer.
Creo que toda revolución tiene sus jacobinos y que posiblemente ese precio tan mínimo y más bien simbólico sea lo menos importante. De hecho, tan poco trascendente que ni debería tenerse en cuenta frente a las atrocidades de las que nos enteramos diariamente y que no generan un reproche de burgueses escandalizados.
El largo camino recorrido y lo mucho que aún queda por recorrer deben ir consolidando un acuerdo unánime, no sólo por necesaria justicia sino también porque no existen vallas capaces de contener el pensamiento. Si evitamos la libre expresión, la fuerza y la importancia de la mirada desde lo femenino, tendremos una sociedad escindida, incompleta, incapaz de progresar sustentablemente.
En ese camino hemos incorporado a nuestro lenguaje habitual a la “deconstrucción” masculina, término importado de la filosofía de Jacques Derrida, que desde la fragmentación del texto expone fenómenos marginales, anteriormente reprimidos por la vigencia de un discurso hegemónico.
Este término novedoso en lo coloquial no falta en el discurso políticamente correcto sin que se sepa del todo como se llevará de la teoría a la práctica.
El sociólogo español Miguel Delgado afirma que el término “nace como herramienta para visibilizar lo que los discursos hegemónicos dejaron históricamente en las sombras. La deconstrucción va contra la centralización del poder y abre la posibilidad para que lo heterogéneo emerja”.
Pero también advierte que esta potencial ruptura de categorías es una tarea permanente, no un objetivo a conseguir y listo. La deconstrucción no es un precepto de orden moral. Solo muestra lo que estaba oculto. Es el aporte de una lectura renovada de la realidad y siendo una herramienta individual se aleja de logros que necesariamente deben ser colectivos.
El feminismo logra sacarnos de nuestra zona de confort, esa que venimos ejerciendo hace milenios, para llevarnos hacia un mundo en el que logremos estar cómodos con la equidad y la justicia porque sean comprendidas como los únicos caminos posibles para la realización plena de la humanidad.
Si bien se han logrado avances, las legislaturas aún deben crear los marcos adecuados, la justicia incorporarlos plenamente y los gobiernos establecer las condiciones de educación, protección y vigencia del derecho a que las mujeres puedan vivir sin miedo a que las maten por serlo.