Gobierno de Salta
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Resulta natural que en la complejidad de una comunidad existan diversidad de miradas, opiniones y posturas, que a veces están teñidas de ideología, pero, hay que decirlo, también de la falta de ella.

Por Pablo Borla

La reflexión impulsa la toma de posturas frente a determinados hechos. Su carencia también es una posición tomada. Es como el espacio de silencio que surge en una conversación: dice mucho y a veces a los gritos.

La historia argentina ha transcurrido entre problemas, discusiones y conflictos. Y esto parece haberse acentuado en la última década, en la forma de una polarización, de una radicalización de las posturas y, en algunos casos, ha derivado en una peligrosa dicotomía amigo-enemigo.

Hagamos un punto y nos tomemos un momento para diferenciar dos conceptos: tener un problema no equivale a tener un conflicto.

Un problema, normalmente puede solucionarse de diferentes maneras, con la aplicación de fórmulas, ecuaciones, métodos.

Tengo un problema -por ejemplo, una inflación creciente- y aplico, según mi criterio, una solución posible, que tendrá adherentes y opositores y que finalmente llegará o no a la solución del problema.

Un conflicto, por su parte, es una situación en la que personas o sectores sociales, políticos o económicos, con intereses diferentes u opuestos, confrontan posiciones con el objetivo de neutralizar, eliminar o dañar al rival.

Para un problema, existe una solución. Para una situación de conflicto, la única resolución es la imposición de una de las partes en pugna por sobre la otra.

Por ejemplo, en el seno de la alianza gobernante, lo que inicialmente era un problema, la convivencia de sectores internos con una lideresa de fuerte influencia por un lado y del titular del Ejecutivo Nacional por el otro (más los sectores que navegan entre ambas aguas), ha devenido en un conflicto en el cual uno de ellos ha de prevalecer.

Uno de los daños colaterales que surgen de este conflicto es la gobernabilidad y en ella la capacidad de un Gobierno surgido de una alianza, para atender con toda su mente puesta en ello, los urgentes dramas que soportan la amplia mayoría de los argentinos, herederos de una deuda externa cuestionable y sobrevivientes de una de las mayores pandemias de la historia.

Otro tanto pasa en el sector mayoritario de la oposición, con conflictos internos de halcones y palomas, bichos irreconciliables si los hay.

Surge de esta situación la necesidad de diferenciar también la política de la gestión, que también suelen confundirse.

Aclaremos este punto entonces: la política indica el rumbo que decidimos tomar, según nuestro pensamiento e ideología. La gestión nos dice cómo debemos aplicar las decisiones políticas.

Un ejemplo: la política puede pensar que es positivo que el Estado intervenga o no como un regulador del Mercado para disminuir las inequidades sociales y económicas en una comunidad. La gestión dirá cuales mecanismos utilizamos para lograr esos fines políticos.

Hoy en día, la gestión tiene mejor prensa que la política: se fustiga la política y se ensalza la capacidad de gestión. Pero ésta última debe estar vinculada necesariamente a los objetivos políticos, ya que quienes necesitan buenos gestores son las empresas, no los municipios, las provincias o los países. Estos, precisan de buenos políticos que marquen el rumbo y mejor aún si además son buenos y eficientes gestores de esas políticas, que necesitan de acuerdos, estrategias y fondos para su ejecución.

No deberíamos dejar que el hartazgo nos haga pedir “que se vayan todos” y dar acceso al poder a noveles arribistas y oportunistas mediáticos que se suban a esa ola solo para lograr sus propios fines, porque esto complicará aún más la situación.

Si, por supuesto, exigir siempre que los políticos hagan lo que saben hacer: diseñar estrategias, definir objetivos, discutir maneras, acordar consensos y, por supuesto, también ser buenos gestores para que los sueños se conviertan en realidades.

La denominada “ancha avenida del medio” no solucionará nada si por ella transitan quienes buscan ofrecer al electorado solo una opción intermedia entre las partes en pugna, porque la vocación de moderados no debe ser impostada ni provenir de intentar aprovechar un espacio vacío, sino de una convicción profunda de que ése es el lugar por el que deciden hacer transitar sus políticas.

También hay un espacio electoral en el que algunos vivos agitan las aguas, con un discurso gritón y desaforado, plagado de generalidades, mediatizado, oportunista y autoritario, que se impone en los tiempos en los que el hambre es urgente y los aparatos de desinformación colaboran, mientras que los inteligentes, que necesitan tiempo para analizar las cosas y proveer soluciones de fondo, quedan acallados y postergados.

Cuando la situación de un país ha desbordado y los vivos no pueden poner más parches y los estúpidos se vuelven violentos, la inteligencia de sus ciudadanos es la única salvación posible.