Por Pablo Borla
En medio de conflictos y grietas, es válido hacer una pausa que podamos utilizar para reflexionar acerca de un nuevo aniversario del retorno a la democracia, hace ya 38 años.
Saludablemente, el ejercicio de todas sus instancias se ha incorporado como una rutina en la vida de los argentinos y las personas que hoy tienen menos de 40 años, no tienen memoria de su falta ni conciben como una experiencia propia el dolor de no poder decir lo que pensamos, producir y consumir arte libremente y tener un dictador vigilando nuestros sentires, amistades y elecciones.
Hoy, las preocupaciones son otras, algunas de ellas también hijas de una dictadura cruel y sanguinaria, que no sólo se atrevió a usar las armas que el Pueblo les había confiado sino también nos endeudó y condujo a la juventud de entonces a una guerra desigual sólo para poder perpetuar su permanencia en el poder.
Recuerdo muy claramente el fervor democrático de 1983. Un optimismo colectivo que nos llevaba, de la mano de un líder carismático, hacia un futuro en el que podíamos elegir nuestro destino.
El ancla de la deuda heredada, la vigencia de fuerzas en el poder que persisten desde épocas centenarias y sobreviven a sucesivos gobiernos y dictaduras; la nula capacidad de crear consenso de las diferentes expresiones políticas sumada a la ineficacia de algunos dirigentes y la fuerte influencia de intereses externos -en particular de los países centrales-, fueron minando la confianza y el entusiasmo de muchos argentinos en sus líderes, y desplazaron del centro de la escena temas muy importantes como la imprescindible independencia de los diferentes Poderes del Estado, la calidad institucional y la evolución de la comunidad en su conjunto hacia las consolidación de políticas de Estado que trasciendan a los eventuales beneficiarios del poder otorgado por el Pueblo.
La tentación de la perpetuidad es siempre un peligro latente para la democracia. La preferencia por líderes fuertes, que concentran el poder sin que les importen demasiado los mecanismos democráticos involucrados en las decisiones y la tolerancia o desinterés de la mayoría de la comunidad en esos detalles, nos llevó a un perfil de país poco confiable, tanto para propios como ajenos, en la medida en que las leyes se acomodan a la coyuntura y vamos enviando al fondo del tarro valores que debieran ser rectores y prioritarios, como la honestidad, el trabajo, la solidaridad y la humildad de aceptar que no somos los dueños de una verdad única e inapelable.
Esa afición por las soluciones atentas a la inmediatez nos impide proyectarnos en el tiempo. A pesar de tantos dolores y malas experiencias, no logramos aprender de nuestros propios errores y en muchas ocasiones parecemos esos niños pequeños que prefieren que les den un caramelo ahora mismo y no una bolsa de caramelos más tarde.
Cuando la democracia recuperada era nueva y parecíamos dispuestos a cuidarla, hubiera sido impensable que logren ser legisladores algunas personas que no se han preparado adecuadamente para esa instancia. La presencia en las Cámaras de políticos cuyo mérito principal es su popularidad en el arte, el deporte o los medios de comunicación, constituía una excepción notable.
No es que me haya ganado el espíritu una suerte de elogio de la nostalgia ni una idealización del pasado, sino la necesidad de repensar el origen de nuestra democracia consolidada, luego de tantas interrupciones a lo largo de nuestra historia.
Porque pensar en lo que fuimos es un buen ejercicio para determinar quienes somos y lo que queremos ser, pero también cuales son los medios que elegimos para lograrlo. La manera en que elegimos recorrer un camino es, sin duda, un signo y un símbolo.
Ya no somos una democracia joven, por cierto. Y ese aire saludable sopla a lo largo y a lo ancho de un continente que vivió procesos similares en épocas pasadas.
Pero, por ejemplo, aún resuenan los ecos de las botas y los ruidos de las armas en la hermana Bolivia, como un reclamo de la necesaria alerta constante sobre la democracia, ya que son muchos y con alto poder e influencia, quienes aún eligen imponer su pensamiento mediante golpes institucionales y que son amparados por retóricas leguleyas que los justifican.
La deficiente independencia de los Poderes, el ejercicio de la censura sobre la prensa y la subordinación de algunos sectores de ella a intereses económicos corporativos, nos refiere una actividad democrática a que a veces parece limitada al acto eleccionario y no se refleja en el ejercicio de la búsqueda de la calidad institucional. En ello, los ciudadanos tenemos la responsabilidad de involucrarnos, reclamar y lograr que lo urgente no se lleve puesto lo importante, porque lo que está en juego es nuestro presente, pero también el futuro de varias generaciones de jóvenes que ya están pensando seriamente en buscar en otros horizontes lo que no avizoran en el propio.
La Argentina crisol de razas, receptora amigable de inmigrantes en busca de un mejor destino, puede convertirse en un país que expulsa a su gente, que separa a los hijos de los padres y con ello condena su propio futuro.
Raúl Alfonsín, el primer presidente luego de la dictadura cívico militar proclamaba, como una letanía "Con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura".
Y además -agrego- se discute, se consensúa, se proyecta y se construye, si se está dispuesto a asumir como una comunidad que ha madurado, no sólo los beneficios sino también las obligaciones que implica su ejercicio.
Tenemos democracia, demos gracias.