Por Pablo Borla
No hablamos del valor de la palabra como una referencia a un código no escrito y lamentablemente en desuso -que implicaba un contrato verbal validado por el honor personal- sino como medio de comunicación, de su economía deliberada, de la limitación de sus usuarios, y, en ella, de cómo el universo se va haciendo cada vez más pequeño.
El novelista George Orwell, en su afamada novela distópica “1984” -tan dolorosa y fascinante- imaginaba un futuro con un gobierno totalitario que estimulaba comprimir el lenguaje con la instalación progresiva de lo que llamaban “Neolengua”, la lengua oficial creada para solucionar las necesidades ideológicas del Ingsoc o Socialismo Inglés.
No sólo el vocabulario se veía reducido, sino que la gramática se simplificaba al extremo y no existía más que un solo sentido para una palabra (con lo cual la literatura -esa polisemia al servicio del arte- era reemplazada por la proclama). Todo ello para evitar el vuelo imaginativo y estandarizar la comunicación. El régimen también creaba neologismos, necesarios para transmitir sus ideas políticas.
Unos ejemplos de esos neologismos fueron “caracrimen” que significaba tener en el rostro una expresión impropia (seriedad o incredulidad cuando el Régimen anunciaba una victoria en la guerra) y que implicaba un delito, un “crimental” (crimen mental).
Han pasado 72 años desde su publicación. El Gran Hermano de esa obra aparece hoy en la intromisión de las cámaras de seguridad y en el límite borroso entre lo público y lo privado que impuso el auge de las Redes Sociales y los “Realitys Shows”, entre otros aspectos. Cada vez es más difícil mantener en el ámbito privado lo que mi generación, y probablemente la que me sigue, considerábamos desde pequeños que debía estar allí, reservada.
La hipótesis de Sapir-Whorf dice que todos los pensamientos teóricos están basados en el lenguaje y que están condicionados por él. Podríamos derivar de ella que el lenguaje determina el modo de pensar y de evaluar la realidad tanto ajena como propia.
En la primera mitad del siglo XX, cuando Orwell escribió “1984”, estaba en plena discusión este tipo de paradigmas, que ya llevaban un siglo de polémicas.
De hecho, el filósofo Ludwig Wittgenstein, especialmente interesado en el lenguaje, afirmaba que "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento".
El cómo hablamos refleja como pensamos- Hay personas que se sienten más cómodas utilizando la letra “e” para el plural de las palabras (por dar un ejemplo, “niñes” reemplazando a “niños”). Hoy, no parece políticamente correcto decir “todos” sin agregar “y todas”.
En la dinámica del lenguaje, ya se ha impuesto “presidenta”, “intendenta” y “concejala” pero no “fiscala” ni “docenta”. Sucede que el uso del habla -al contrario de la lengua- es relativamente caprichoso y singular y los cambios se imponen por el uso masivo, pero no por la fuerza de la necesidad apremiante de la equidad de género.
Contrario sensu, están los eufemismos, sobre todo los derivados de la ya citada necesidad de ser políticamente correctos: hablamos de “pueblos originarios”, de “adultos mayores”, de “personas con discapacidad” y de “visitas conyugales” o peor, “higiénicas”, para no mencionar a lo que antes llamábamos “indígenas” o “aborígenes”; “viejos”; “ciegos” o “sordos” y sexo para los presos, los que ahora son “personas privadas de la libertad”.
Una persona promedio cuenta en su haber con unas 20.000 palabras activas y unas 40.000 pasivas. Pero utiliza con asiduidad no más de 300 y si tuvo mayor instrucción, unas 500. Un escritor profesional usa alrededor de 3.000.
El diccionario de la RAE contiene 88.000 palabras. El de americanismos 70.000. Se suele calcular que el Corpus de una lengua es de alrededor de un 30% más de lo que refleja su diccionario oficial.
De la mano de la globalización, nacen expresiones de uso común como “stalkear” que antes eran patrimonio exclusivo de las zonas de frontera, en donde se hablaba, por ejemplo, el “portuñol” o el “spanglish”. La influencia del inglés como lengua predominante en la cultura de la comunicación no les da tiempo a las academias de la lengua a adaptar los anglicismos, que se imponen y cada vez más tarde, se incorporan casi siempre de la forma que dispone la fonética.
Cuando conversamos; cuando leemos los párrafos escritos en las Redes y los diarios o escuchamos la radio o la televisión, vemos que aún los profesionales de la comunicación tienen un lenguaje limitado y también está direccionado a un público determinado por su perfil.
Vivimos en un mundo de emoticones: símbolos que expresan emociones con una brevedad tal que ni “1984” llegó siquiera a imaginar.
Así como hay fuerzas que restringen los costos del aparato de producción, que bregan por eficientizarlo, también la lengua se economiza y se vuelve consigna. El lenguaje también es, sin dudas, soberanía.
Una comunidad sin texturas, sin matices reflejados por su lenguaje se parece demasiado a un páramo.
He allí el riesgo de limitar nuestro pensamiento y perderle respeto a la palabra como constructora de sentido, como vehículo para ampliar nuestros horizontes, como una maravillosa manera de reflejar la múltiple, variopinta, deliciosa variedad del mundo en que vivimos.