Por Pablo Borla
Cuando comenzaron a llegar las primeras cifras oficiales de las elecciones del 12 de septiembre pasado, vientos huracanados -de esos que se llevan puesto todo-, rayos y tempestades se desataron sobre la coalición gobernante. Pero el desastre se venía anticipando, se palpaba en las calles, en los comentarios en familia y en las redes sociales: una tormenta perfecta se estaba acercando.
Nadie puede decir que Alberto Fernández llegó a la presidencia de la mano del caudal electoral de una coalición de fuerzas cuya mayoría le pertenecía. Parece una verdad de Perogrullo, pero es necesario comenzar por allí.
Fernández era un dirigente conocido y de un prestigio ganado como hábil componedor de intereses entre sectores en pugna, y un estratega. De hecho, se destaca en una de sus biografías que “fue uno de los fundadores del Grupo Calafate, un think tank peronista del que fue coordinador”.
Un hombre de ideas, respetuoso del ejercicio democrático, que por sus cualidades fue designado Jefe de Gabinete tanto por Néstor Kirchner como por Cristina Fernández, de quien luego se alejó criticando un alejamiento del modelo de gobierno que había sido exitoso con Néstor.
De su trayectoria política se lo reconoció más por sus cualidades de gestión que por su capacidad de liderazgo o de poder colectar una cantidad importante de votos propios.
Así, llega a la candidatura presidencial de la mano de la principal dirigente de la coalición Frente de Todos, Cristina Fernández, por su perfil moderado y componedor, capaz de lograr acercar a los votos duros del kirchnerismo y del massismo, aquellos electores disconformes con la desastrosa gestión macrista, pero resistentes a que Cristina sea nuevamente la presidente de la Nación.
El peronismo, por un perfil que deviene de su propio origen -su líder creador fue un militar- es un movimiento político profundamente verticalista a la hora de ser liderado. Debajo del líder, la discusión es intensa -de hecho da lugar a internas salvajes y a diferentes líneas políticas con pensamientos disímiles y hasta totalmente opuestos-, pero un líder conduce, y ese liderazgo debe ser fuerte y ratificado en las urnas. El movimiento -no confundir con un partido- no tolera líderes a los que presume tibios o indecisos. Y menos aún el olor que despide la derrota, que convierte rápidamente a un dirigente en un “intocable” pero al estilo de la India: aquellos que las otras castas no quieren ni tocar para que su aroma no los contamine en la derrota.
Cuando un líder es fuerte y no hay una oposición peligrosa, el peronismo suele generar su propia oposición y los otros líderes peronistas buscan disputarle el poder desde afuera de la organización, conformando una propia.
Esto porque otro de los aromas intolerables para el peronismo es el que referencia al vacío de poder, que procede a llenar desprolija pero rápidamente.
Quienes desconocen como funciona el peronismo suelen asombrarse por las extrovertidas disputas que se suceden, como en una mesa dominguera de una estereotipada familia de inmigrantes italianos, sin la tímida reserva de la pacatería burguesa. Los peronistas discuten fuerte. Pero, aquel dicho de Perón "Los peronistas somos como los gatos. Cuando nos oyen gritar creen que nos estamos peleando, pero en realidad nos estamos reproduciendo...” no está alejado de su idiosincrasia, pues, una vez definido el poder real, el peronismo se alinea desde arriba hacia abajo.
La derrota electoral peronista provino muchas veces de una clase media nacional que funciona más como una veleta que como un árbitro y que busca conservar su estatus a toda costa. De esas veleidades se han aprovechado ocasionalmente partidos de izquierda y de derecha. Hoy, ambas fuerzas están fragmentadas y no se sabe a ciencia cierta si serán capaces de unirse de cara a noviembre -y más aún a 2023-, porque históricamente les cuesta sostener proyectos colectivos.
La tormenta perfecta del domingo negro del oficialismo, tuvo en el hambre y la incertidumbre el principal componente. La mayoría del Pueblo suele permanecer ajeno a los dimes y diretes de la política, pero el empobrecimiento, la falta de perspectivas de progreso futuro y la incertidumbre laboral, económica y sanitaria de la pandemia, conformaron una realidad concreta que detonó un voto que se expresó contra el oficialismo, pero también contra una coalición liberal que no tiene capacidad moral para pretender ofrecer soluciones que en su momento no supo o no quiso aplicar para los añosos problemas nacionales, y que de hecho sacó menos votos que en la última elección. El voto en blanco, con un promedio superior al 5%, es uno de los referentes de ello. Y el bajo caudal de votantes, también.
A pesar de esa realidad, los recientes cambios de Gabinete presidencial, llamativamente no afectaron a quienes toman las decisiones de política económica y financiera del País.
Inicia una nueva etapa para un gobernante condicionado por el poder real, que a veces más, a veces menos, lo dejó hasta ahora tomar decisiones sin estar de acuerdo del todo con ellas.
Nada hay mejor que construir sobre realidades palpables. Y defender la institucionalidad con firmeza, respetando la investidura presidencial, guste o no quien la ejerza. De eso no se vio mucho en los últimos días.
La negociación -hacia adentro y hacia afuera- será seguramente la impronta de los próximos dos años. La política también es la administración del disenso.
De que el interés colectivo se priorice por sobre el individual, dependerá el futuro y la vida de millones de argentinos.