Este año se sucedieron numerosas citas electorales, entre ellas, el segundo balotaje en la historia del país. La política copó la parada y demostró que es la mejor manera de sobreponerse a la discriminación, al supremacismo y la estigmatización.
Por Franco Hessling
La militancia transita sus últimos días de campaña antes de que la veda electoral baje el telón a un año político turbulento, que tuvo sorpresas, varias citas a las urnas, debate por doquier y el segundo balotaje de nuestra joven democracia. Además, por primera vez ese balotaje estuvo atravesado por un debate presidencial obligatorio por ley, del que ningún candidato pudo declinar y que inocultablemente fue un resorte de politización. Al menos de debate sobre lo político.
Incluso hubo muchos intercambios ideológicos. En redes sociales, en aulas, en pasillos, en salas de espera, en mil y un desayunos laborales y en otras tantas cenas familiares. La política se volvió a escurrir en grupos de distintas características, en familias de diversa cultura, en círculos de divergente posición económica. Al final, el debate sobre la política puede no ser politización, no lo sé, habrá que preguntarle a la vanguardia, pero la defensa de la libertad, el mercado y la competencia son principios ideológicos bien claros, igual que la defensa del estado intervencionista, la política pública asistencial y el equilibrio en la re-distribución. Honrar las deudas de Macri con el FMI fue también una posición muy clara, que, dicho sea de paso, unificó enfoques entre los dos contendientes por el sillón de Rivadavia.
Sin embargo, decíamos, el año político no pinchó las ganas de debatir, al contrario, hasta los más desinteresados hicieron esfuerzos por convencer en algún momento de la campaña, sobretodo de la presidencial. Ello deja entrever que la política no causa tanto rechaza como se cree desde sectores que promueven la anti-política como política, como hacer política diciendo que todos los políticos son unos mensos y corruptos.
Muy por el contrario, la sociedad argentina demostró que está ávida de debate sobre la política. Y, como hemos demostrado, incluso con argumentos ideológicos de por medio. Entonces, sea cual sea el resultado de las próximas elecciones, uno de los datos del año habrá sido que las y los argentinos somos una sociedad dispuesta al intercambio, con afanes de convencer y a prueba de los sesgos de confirmación que en otros países directamente segregan y generan un odio irreconciliable.
El balotaje obliga a convencer, incluso a quienes no tenemos en la más mínima estima. Obliga a la escucha, incluso ante quienes no solemos tener disposición ni paciencia. El debate sobre la política coacciona las voluntades más apáticas, que, de un momento al otro, sorprendiendo a sus allegados de siempre, desembuchan fundamentos sobre por qué votar tal cosa o por qué no votar tal otra. Por qué sí liberalizar o por qué no hacerlo. Por qué sí cerrar el Banco Central o por qué no hacerlo.
Ciertamente se habló mucho sobre odio, pero, al fin de cuentas, la política se impuso al odio. No fue el amor, fue la necesidad de convencer, el afán de persuadir y la ambición de construir mayorías aquello que opacó al odio. Eso es un enorme dato para quienes siempre hemos defendido la política como forma de construcción de lo colectivo, como manera de estar en el mundo y como estímulo para socialización.
Por eso, un primer balance sobre el año político, obviando los resultados en sí, puede ser que a más disputa, obligada o no, a más elecciones, obligadas o no, a más debates, obligados o no, la sociedad crece en madurez política. Y, bien entendida, la madurez política de una sociedad no es otra cosa que el mejor antídoto contra desmembramientos de la democracia.