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Opositores al gobierno de Lula ocuparon edificios públicos y amenazaron con desestabilizar la administración democrática. Todos los poderes del estado se unieron en el repudio al accionar sedicioso.

Por Franco Hessling

Transcurridos muy pocos días desde que Lula recobró el poder en Brasil, un grupo de opositores copó edificios públicos, civiles y militares, buscando desestabilizar el gobierno y, a la postre, deponer al ex dirigente sindical que inauguró este mes un nuevo período suyo al frente del país más grande de Sudamérica. Cientos, puñados, de activistas.

La prensa “woke” se apresuró a vincular a los golpistas con el bolsonarismo y con el propio líder, con el que perfectamente podrían tener un vínculo estrecho, aunque todavía no hubiese pruebas fehacientes de tal relación. Ni lerdo ni perezoso, Jair Bolsonaro aprovechó el asunto para salir a desmentir que atizó los humores de los golpistas.

La actitud de Bolsonaro, dada la edad mental que ha revelado en muchas de sus intervenciones públicas, puede ser parangonada con la reacción de un párvulo cuando, sin que nadie lo acuse directamente de nada, dice, confesando sin quererlo, “yo no fui”. Lo del ex mandatario de ultra-derecha bien parece una confesión de parte.

En definitiva, sus declaraciones a propósito del intento de golpe contra Lula y las instituciones de Brasil son, desde ya, una forma de seguir apareciendo en la arena mediática y política del país. No perecer. De hecho, la justicia brasilera se apresuró a bloquear la llegada al gobierno de Brasilia de bolsonarista que había sido elegido para gobernar la capital.

La reacción de esos grupúsculos radicalizados fue rápidamente controlada por las fuerzas de seguridad de Lula, quien no titubeó en probar la lealtad de sus brazos armados al solicitar que los sediciosos fueran desalojados y apresados. Los líderes de todos los poderes del estado acompañaron un comunicado en el que se trató de criminales, terroristas y golpistas a los insurgentes.

La historia política reciente de Brasil ya ha dejado claro que la derecha radical no tiene pudores cuando se trata de recuperar las instituciones. En la elección que consagró presidente a Bolsonaro, Lula estaba proscripto y, unos años antes, la clase política cerró filas con la justicia para promover un impeachment a Dilma.

Dados esos antecedentes recientes, no hay que subestimar el alcance que esos grupos radicalizados dentro de un discurso político ya de por sí radical. Normalmente actúan sin representar a mayorías, sin embargo, el efecto de sus acciones puede ofrecer letra para que la derecha populista desestabilice o haga ver como endeble la legitimidad de un gobierno elegido a través del voto popular. La gravedad es evidente. A estar alertas.

(*) Ser “woke” es permanecer atento y activo ante las injusticias o discriminaciones que han sufrido o sufren las minorías raciales, sexuales o religiosas.