Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Cuando se leen con detenimiento las primeras cinco preguntas que Fray Antonio Montesinos formula en su célebre sermón americano de 1511, se advierte que ellas rematan en una que las sintetiza a todas: ¿Es que no son hombres? Interrogación que a su vez desemboca en otra –tan inquietante como actual- ¿qué es un hombre?
No es casual que Primo Levi, en medio de la barbarie nazi, se la preguntara también.
Es que –fuera de una clase de antropología filosófica- esa pregunta sólo se formula con propiedad en medio de la barbarie, en tiempos de barbarie. Tiempos oscuros en los cuáles –a fuerza de brutalidad- el hombre mismo parece haber retrocedido a un estadio anterior al de su propia humanidad.
Es entonces cuando la pregunta por aquello que un hombre es, resuena con la sequedad de un rayo. Y no es una pregunta que pueda hacerse en voz baja y mucho menos cuando no se la hace en la tranquilidad de un aula universitaria, sino a la intemperie, cara a cara con el poder, como aquél fraile atrevido. De aquí que no goce de gran popularidad, aun cuándo conserve cierto prestigio en los discursos inflamados de retórica.
Es que bien preguntada, la pregunta ¿qué es un hombre? es una pregunta siempre impertinente, que al hacerse en voz alta exige asumir riesgos. Por eso mismo Fray Antonio tituló su sermón con aquélla metáfora bíblica: “Soy una voz que clama en el desierto” (Juan, I, 23). Y claro, en el desierto, no hay más remedio que hablar alto, que exclamar. Cosa de predicadores. Y aquél desierto era de conciencia que no de hombres (del “desierto de la conciencia de los españoles”, habla Montesinos).
De hombres, la iglesia estaba llena (muchos más si la Navidad estaba cerca y la casa lejos), pero de hombres vacíos por dentro y ciegos por fuera (“la ceguera en que vivían”, es lo primero que Montesinos les reprocha a aquellos primeros señores de La Española). Hombres que ya se afirmaban negando la humanidad de los otros, viejo truco que hizo escuela por todo el Nuevo Mundo, imitando en esto también al Viejo. Por eso sabe Fray Antonio que será muy difícil entrarles y que en vano será intentarlo sino prepara aquellos oídos para escuchar, aunque sus ojos no quieran ver.
Les reclama entonces “una atención no cualquiera”, exhortándolos a escuchar “con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos”. Sabe que no es sólo cuestión de razones ni de leyes (esas sobraban, pero en América no se cumplían!). Y por cierto les previene que no les gustará lo que va a decirles, calificando su propia voz como “la más nueva que nunca oísteis… la más áspera y dura… la más espantable y peligrosa”. Y a su vez les advierte que su voz habla en “universal encarecida”, es decir a todos y sin excepciones. Por eso mismo los frailes –relatará años más tarde un testigo providencial de los hechos- “a fin de que se hallase toda la ciudad y ninguno faltase, convidaron al segundo Almirante que gobernaba la isla, a los oficiales del Rey, y todos los letrados y juristas que habían". Vaya público para semejante sermón.
Así las cosas, lo que clamó la voz aquélla noche, resuena hoy con la misma potencia y la misma actualidad de hace quinientos años. Claro, para quiénes no jueguen al distraído y se atrevan a prestarle esa “atención no cualquiera” que Montesinos reclamaba en la Española.
Esas y no otras son las preguntas que me permito traerles aquí y ahora.
¿Para qué preguntar cosas nuevas, si aquéllas preguntas están todavía pendientes de ambos lados del Atlántico? Me parece que las preguntas que salieron del Monasterio de Avila a la isla Española (que incluye a las actuales República Dominicana y Haití) regresan a ella con la misma frescura y con la misma potencia con que sonaron en la Navidad de 1511.
Y es que estas preguntas, españolas por su origen, son hoy también profundamente latinoamericanas. Porque nosotros tampoco estamos libres de pecado y esas mismas preguntas nos caen como anillo al dedo.
No se trata entonces de nuevas preguntas, sino de asuntos pendientes que exigen nuevas respuestas. Las preguntas están ya formuladas y sólo exigen que nos atrevamos a meternos con ellas.
Montesinos, en lo esencial, preguntaba por el derecho y la justicia (ya desde entonces divorciados); por el fundamento de la autoridad (cosa peligrosa y complicada, como se sabe); por la opresión de unos sobre otros y por la falta de cuidados del estado hacia sus ciudadanos. ¡De más actualidad, imposible!
A veces tengo la sensación de que sólo han cambiado los nombres de los actores, pero el drama sigue siendo el mismo. Aunque, por cierto, no es lo mismo este drama en situación latinoamericana que europea.
La cuestión de la universalidad
La pregunta por el hombre condensa a todas las demás porque remite puntualmente a la cuestión de la universalidad y ésta es, en verdad, la gran asignatura pendiente.
Según cómo entendamos la universalidad contestaremos aquél interrogante de Montesinos (¿es que no son hombres?) en una u otra dirección, con todas las implicancias políticas y sociales que de allí se desprenden.
En verdad la cuestión de la universalidad es un tema europeo por excelencia; le viene de sus dos fuentes históricas (Atenas y Jerusalén) en una mixtura tan complicada como interesante. Lo universal no es primariamente una preocupación americana, africana, ni oriental y si termina siéndolo –como de hecho ocurre- es por “exportación” europea, por contagio europeo, por influencia europea.
La fusión y (a la vez) redefinición brutal de lo helénico y lo judío que hace Roma, es la partida de nacimiento de Europa. No hubiese habido Europa sin esa profunda operación cultural que fue Roma. Todo lo que ella hereda del genio judío y del alma griega está inexorablemente impregnado por Roma, pasó por Roma, adquirió patente europea e integra por eso –en mayor o menor proporción- cada una de sus realidades nacionales.
Ese “aire de familia” que posibilitó el proyecto europeo tiene el sello Roma. Esa fue su primera modernidad, la otra le debe tanto, como su empecinamiento en ignorarla. Y esta ignorancia, no es casual ni accidental.
Roma no tiene buena prensa fuera de Europa y ella lo sabe (el tendal de vencidos y sus descendientes no suele ser generoso a la hora de recordar), por eso su imaginario cultural acentúa siempre más su costado griego, aparentemente más humano, más presentable que el fiero rostro romano (sobre todo luego del proceso de idealización a que fuera sometida la cultura helénica por parte del romanticismo alemán y francés). Sin embargo, esa idealización griega cede rápidamente su lugar, cuando se trata de política, de instituciones y de sociedades. Ese es el mundo del Poder, y aquí el Derecho (que no es la justicia), es quien tiene la palabra. Y esa palabra tiene en el orillo la marca indeleble del espíritu romano. Mientras tuvo dominio sobre el mundo, Europa la pronunció sin piedad y sin vacilaciones (el pobre Fray Antonio y los dominicos de La Española, advirtieron bien pronto el doble discurso de ese Poder y lo sufrieron por partida doble: en Madrid y en Roma).
Más tarde, los EEUU tomaron el relevo, le ganaron la batalla americana primero y la mundial un siglo más tarde. Hoy ellos son propiamente Europa y por eso mismo miran a la “Vieja Europa” (como gustan decir), con esa misma mirada –mezcla de admiración y desprecio- que aprendieron de sus maestros ingleses. Y ese nuevo discípulo –siguiendo la vieja tradición romana- permite cierto grado de libertad y prosperidad en sus “provincias”, mientras colaboren con sus legiones y mantengan expeditos y limpios los caminos del imperio (hoy, más bien los aeropuertos y bases militares que necesita en el continente europeo para acceder más rápido al Oriente).
Acaso por esto mismo los dominicos no pudieron soportar sin gritar, más que unos pocos años en La Española. Es que fuera de Roma, la grosería es siempre mucho más evidente y directa, se disimula menos. Un perfecto cross en la mandíbula, muy difícil de evitar.
Hoy, salvo contadas excepciones, nadie repetiría –sin ponerse colorado- aquél catecismo universalista de la cruz y de la espada. Europa parece querer abrevar en sus fuentes no romanas, ni griegas y –trabajosamente, es cierto- parece también haber aprendido que no está sola en el mundo, ni es su centro. Y cuando lo olvida, allí están los norteamericanos para recordárselo sin demasiados miramientos.
Acaso este sea este el momento propicio para que Europa –libre de aquellos prejuicios y ataduras falsamente universales- comience a reconstruir su muy deteriorada singularidad, la que abandonó al sentirse “universal”. Entonces descubrirá realmente que hay otros y que esa universalidad que tanto declamó está por delante, por construirse y esa construcción es responsabilidad de todos. Por algo así ya clamó Montesinos, hace quinientos años en La Española, sin especular con lo políticamente correcto y también sin ponerse colorado. Todo un camino, amigo lector.

Mario Casalla
Franco Hessling Herrera
Antonio Marocco