Josefina Medrano
Hace un tiempo empecé a notar dificultad para ver de cerca lo cual se transformó en una situación nueva en mi vida. Escuchándome ahora decir a cada rato “pasame los anteojos”, “esperá que me pongo los anteojos”, “no veo ni papa sin anteojos” y cuantas exclamaciones más frente a esta nueva realidad.
Recordaba entonces, ante la necesidad de adaptación porque así lo estoy viviendo, a una amiga muy querida que usa lentes desde muy pequeña con total naturalidad. Pensaba en ella que cómodamente transita su vida acompañada de sus anteojos y sin reproches ni complicaciones, ya que de no usarlos, se le dificulta mucho ver de lejos por que tiene miopía.
La miopía es un problema visual en el que se ve bien de cerca, pero borroso de lejos. Esto ocurre porque el ojo crece más de lo normal y la imagen se enfoca delante de la retina que es como quien diría la encargada de mandar la imagen al cerebro, en un concepto poco técnico para que se entienda.
Hace apenas unas décadas, la miopía era considerada un problema menor en los niños, incluso esperable recién en la adolescencia. Sin embargo, actualmente estamos frente a un aumento de esta patología en edades más tempranas. La miopía se ha transformado en tema de interés general teniendo en cuenta que la Organización Mundial de la Salud ha advertido que estamos frente a un fenómeno global donde cada vez más niños desarrollan dificultades para ver de lejos en edades cada vez más tempranas. Inclusive, temiendo que pueda convertirse en una de las principales causas de ceguera en el futuro cercano.
Y esta situación no es casualidad ni tampoco solo herencia genética. Como expresara en otra columna el exceso de tiempo frente a pantallas y el uso intenso de dispositivos digitales como la escasa exposición al aire libre y a la luz natural son factores determinantes. El ojo infantil que se encuentra en pleno desarrollo se adapta al esfuerzo de la visión cercana y termina alargando su eje, lo que produce la miopía.
Las sociedades oftalmológicas argentinas recomiendan controles desde el nacimiento (reflejo rojo), luego a los 6 meses, al año, a los 3 años, a los 5 años, y después revisiones anuales durante la infancia.
A nivel internacional, la Academia Americana de Pediatría y la Asociación Americana de Optometría sugieren un esquema muy similar: revisiones tempranas y luego cada 1–2 años, incluso en niños sin síntomas.
En la práctica muchos de nuestros niños no cumplen con esta frecuencia de controles bien establecidas por varios motivos. Como es una situación con pocos síntomas y que no es urgente, la consulta sugerida por el pediatra de cabecera muchas veces es postergada. Así mismo la disponibilidad de oftalmólogos infantiles, como el real acceso al sistema, son barreras claras que dificultan la consulta. Si bien se realiza periódicamente compañas de detección que ayudan a la identificación de niños con trastorno de la visión, por supuesto que no son suficientes. Pero valen la pena, ya que los programas escolares, por ejemplo, detectan que entre el 8% y 10% de los alumnos evaluados tienen trastornos visuales no diagnosticados.
Más allá de los factores de riesgo mencionados, que el niño entrecierre los ojos, se acerque mucho a la tele o al cuaderno, pida sentarse más adelante o evite los juegos al aire libres son “red flags” a tener en cuenta. Principalmente por padres y maestros.
La miopía no detectada a tiempo en un niño puede más allá del bajo rendimiento escolar y su desinterés por la lectura y el deporte, desarrollar en la adultez complicaciones severas como desprendimiento de retina o glaucoma si progresa a grados altos. Así que no se trata solo de usar anteojos, si no de evitar graves complicaciones que puede dificultar la vida diaria.
La miopía infantil no causa fiebre, no duele, en general no interrumpe la vida cotidiana hasta que se transforma en un gran obstáculo. Abrir los ojos a tiempo con este tema es necesario y oportuno ya que la prevención como la detección precoz son pilares fundamentales para un tratamiento exitoso y más si de niños se trata.