Franco Hessling Herrera
Desde la tendencia a prolongar la vida o perpetuar la existencia de mortales hasta los avances médicos a través de las células en embriones de chanchos, la humanidad desperdicia todos sus avances porque el dios mercado todo lo vuelve negocio. Así, todo lo que nos deslumbra “se mira y no se toca” porque es sólo para quienes pueden pagarlo.
Ante la inminente partida de su padre, diagnosticado con un cáncer que ha ido progresando hasta hacerle perder varios kilos y deteriorarle el talante, Matt Listro decidió que era momento de aferrarse al recuerdo con todas las posibilidades a su alcance.
La tecnología contemporánea va mucho más lejos que poder filmarlo, fotografiarlo o capturar su voz desarrollando una idea o una anécdota. Peter Listro, el padre de Matt, se convertirá en poco tiempo en un hombre muerto y, al mismo tiempo, en un avatar creado a partir de lo que fue su existencia.
La familia estadounidense Listro no es pionera en un mundo que sí puede considerarse todavía novedoso, sobretodo para quienes habitamos lugares remotos del planeta, donde las bondades de las tecnologías de punta llegan tarde, con menor impacto generalizado y a mayores costos proporcionales. El campo de las “grief tech”, traducido literalmente como las “tecnologías de duelo”, aglutina aquellas estrategias para prolongar la pervivencia empleando ya no sólo formas de registro de la memoria sino maneras de proyectar en el tiempo a partir de aquello que quedó registrado. Por supuesto, oferta dentro de la panacea que los tecnofílicos celebran como paquete de posibilidades de la IA.
Para ello, de acuerdo a la crónica de Susan Dominus, los Listro contrataron a la startup StoryFile. Los técnicos de la compañía pautaron, como parte de su protocolo para crear el avatar de Peter, una entrevista filmada en la que le pidieron que haga afirmaciones como “te quiero”, “yo también te quiero”, “fue agradable hablar contigo” o “adiós”. Además, lo instaron a que cuente sobre su infancia en Queens y que responda una serie de preguntas que había preparado su hijo Matt, como “¿cuál es tu recuerdo favorito de la infancia?” o “¿qué le dirías a Matt el día que nazca su primer hijo?”.
Con este campo de las “grief tech” se hace utopía realizable, para los tecnofílicos, la distopía temida, para los tecnofóbicos, que se planteaba hace algunos años en la afamada serie británica Black Mirror. Es un campo de negocios con lo que a principios del siglo XX el filósofo Walter Benjamín estudió como “nachleben”. Así, para resolver si utopía o distopía, podríamos decir que es una cuestión de “heterotopías” y así configurar lo que Pontantiero en los 80 llamó “empate hegemónico” para referirse a las reyertas entre diversos sectores de las clases dominantes argentinas. Heterotopía -algo funcional pero oblicuo al curso normal de las cosas- para el empate hegemónico entre unos y otros, tecnofílicos y tecnofóbicos.
Rememoremos Black Mirror. En la primera temporada de esa saga con episodios unitarios y distintos directores para cada historia, se plantea como escenario delirante y lúgubre exactamente lo que StoryFile ha vuelto negocio real: una mujer que contrata una empresa que crea un robot de su fallecido marido. Actúa como él, responde como él, bromea como él, reacciona como él, se ofusca como él, tiene su rictus, sus gestos. Pero no es él, es un robot. Lo que al principio es una felicidad se convierte paulatinamente en una tortura sórdida que nos retrotrae a uno de los misterios más trascendentes de la antropología filosófica: la finitud de la materia, la mortalidad y la trascendencia humana. Un problema que literariamente supo abordar con genialidad José de Saramago con su novela “Las intermitencias de la muerte”, donde la parca entra en huelga y nadie muere, nadie puede morir.
Ya en la última temporada de Black Mirror, estrenada este año, el capítulo que inaugura la nueva tanda de entregas profundiza en esa línea con una mujer a la que se logra prolongarle la vida. Ya no se trata de crear una réplica de ella misma, sino de intervenirla con tecnologías para prolongar su propia existencia. El problema, en este caso, se presenta menos abstracto: con el tiempo, la mujer es intervenida por la tecnología que la mantiene con vida y la vuelve una emisora en tiempo real de publicidades comerciales, asunto que puede evitarse si se mejora la membresía que se paga para sostener el sistema. Siempre se encarece y obliga a la familia a pagar más y más, a generar más y más ingresos. La estrategia diegética es igual que en el anterior capítulo citado: primero prometedor y asombroso y luego sombrío y espeluznante.
La vida después de la muerte puede ser un debate religioso, metafísico y hasta esotérico, pero la forma de experimentar el tránsito entre vida y muerte y las formas de morir son terreno exclusivo de lo que el experto español Enrique Bonete Perales denominó “tanato-ética”. ¿Tenemos derecho a prolongar caprichosamente la existencia? ¿Nos ahorra dolor o nos impide procesar las ausencias? ¿Se gana o se pierde humanidad ampliando la participación de quienes ya no están aunque sea ficticiamente? ¿Está bien o mal perpetuar artificialmente lo que realmente es finito? ¿Qué consecuencias puede traer en el mediano plazo para nuestras formas de socializar y vincularnos? Esos serían algunos de los interrogantes con los que esa disciplina irrumpe en nuestro debate sobre el auge del negocio de las grief tech.
Ese negocio se inscribe en una tendencia mayor que podríamos llamar la omnipotencia de la IA y, en general, la prepotencia humana sobre el devenir. Todo vuelto mercado, todo convertido en negocio. Con la IA y el sexo también proliferan plataformas para crear avatars a nuestro gusto personalizado. Más se paga, más personalizado y realista, no real, es el trato sexual recibido. En cuánto a la prepotencia sobre el devenir, se están experimentando, por ejemplo, con células humanas implantadas en los corazones de embriones de chanchos. Esa clase de avances médicos acabarían por ofrecer nuevas soluciones a trasplantes de órganos. Pero, con el camino de mercantilización monolítico que va cobrando todo avance, eso no estaría al servicio del bien común, ni socializado, sino que se volvería un lujo sólo para quienes puedan abonarlo.
De esa forma, los descubrimientos y avances, sean en IA o en medicina, podrían profundizar los problemas antes que solucionarlos, aunque, en principio, luzcan como epifanías que todo remediarán. Como si fuésemos viandantes en el tiempo, un portal al futuro nos devolvería una imagen obvia de lo que hoy miramos deslumbrados: el final de los citados capítulos de Black Mirror. Porque, al final, la fórmula es obvia: a más mercado, menos humanos, a más negocios, menos humanidad.