06 05 hesslingFranco Hessling Herrera

Un panfleto de la Fundación Libertad y Progreso sobre CONICET, con intenciones de denostación y sin rigor científico, inaugura un nuevo dis-género discursivo: el fakepaper. Comparte con el dis-género fakenews el hecho de aprovechar las expectativas sociales causadas por un ámbito -periodístico/científico- para tergiversar, distorsionar y confundir.

Reseñas recientes de expertos en periodismo y comunicación dan cuenta de que el primero que popularizó la idea de "fakenews" fue el mismísimo Donald Trump, hace más de diez años, cuando todavía no había desembarcado por primera vez en el Salón Oval. Por entonces, el magnate engarzaba, quizá sin saberlo, una estrategia de doble alcance para sus intereses. Por una lado, desacreditar al periodismo, una de las instituciones de la democracia liberal abocadas, en el más noble de sus sentidos, a buscar las verdades de la cotidianidad que los poderes fácticos se esmeran en encubrir. Y Trump es una de las esfinges mundiales de esos poderes fácticos. Por otra parte, poner en tela de juicio como falso todo aquello que lo dejara mal parado frente a las audiencias, ciudadanías y personas en general, notando que fácilmente las multitudes tendían a polarizarse más por las pasiones y las creencias que por las evidencias.

Teóricos argentinos, Ernesto Calvo y Natalia Aruguete, se han encargado de traducir al español las discusiones anglosajonas suscitadas en torno a la noción de "fakenews", aclarando que no se trata de un sinónimo de noticias falsas ni de información errónea. Lo que caracteriza a las fakenews, y es lo que aprendió Trump desde entonces, es su intencionalidad denodadamente artera de malinformar aprovechándose de las características generales del discurso periodístico. Ese discurso reúne en todos sus géneros aquellos elementos que Bajtín ya describía en su canónico texto de principios de siglo pasado: elementos temáticos, estilísticos y compositivos estandarizados con el tiempo y que permiten distinguirlos de otro tipo de enunciados. Las por entonces emergentes fakenews se aprovechaban de las expectativas sociales que causaba el discurso periodístico para, intencionadamente y con fines políticos, desinformar o malinformar. Expectativas sociales -hay que aclararlo aunque parezca un retorno a principios de una antigüedad remota- asociadas con la verdad, las evidencias y el profesionalismo frente a la búsqueda y trabajo sobre la información veraz.

Desde entonces, Trump y los artífices de su MAGA (Make America Great Again) se convirtieron en una industria cultural de fakenews aprovechándose de las redes sociales, presentadas como espacios democráticos, aunque son propiedad de y están reguladas por magnates igual que Trump, como Mark Zuckzerberg o el hasta hace poco funcionario del gobierno trumpista, Elon Musk. Todo lo que confirme creencias o pasiones preexistentes bajo un discurso periodístico, es decir de trabajo elaborado por profesionales de la información veraz, es aceptable, compartido y considerado verdadero. Todo aquello que, al contrario, se le oponga a esas creencias y pasiones preexistentes es digno de caer en la etiqueta de fakenews. Ese comportamiento no es exclusivo de Trump y sus seguidores, ni siquiera es propio sólo de los conspiracionistas, terraplanistas, delirantes de toda laya o dirigentes de la derecha desembozada mundial. También el progresismo, llamado wokismo por los anglosajones, hizo lo propio para que esa manera de abrirse al debate público se convirtiera en tono de época. La era del "sesgo de confirmación" y el desinterés por la evidencia.

Tampoco se puede decir que sólo Trump y la derecha desembozada se hayan propuesto como estrategia desacreditar al periodismo. En Argentina, CFK hizo de su enfrentamiento con el Grupo Clarín una cuestión maniquea, al punto que pocos de los millones que quedaron al medio se detuvieron a discernir la paja -los dueños de medios- del trigo -los trabajadores que hacen periodismo-. Todos en la misma bolsa y, entonces, de una lado el Gobierno y sus seguidores con el "Clarín miente" como bandera y, del otro, los paladines de la prensa "independiente" de capitales ingentes. Polarización y barbarie. Y todos aprovechando las redes sociales como espacios hipotéticamente libres de las malas intenciones de las instituciones de la democracia liberal clásica. Lo verdadero se reemplazó por lo legítimo y lo evidente por lo vehemente, todo bajo la vara de la viralización como última palabra, considerando siempre que las redes son espacios asépticos y neutrales donde los usuarios son todos iguales e imponen por fuerza de la mayoría trendings topics y conversaciones públicas. Las redes sociales, así, eran la nueva ágora, más pura y justa que el periodismo y esos otros institutos discursivos que habían cimentado la democracia hasta el momento. Asombrosa ingenuidad, o ignorancia, o decadencia.

En ese mismo tren de avance contra los regímenes de veridicción como el periodismo, contra las instituciones que estructuraron las democracias sin integrar los estados en tanto que administraciones de gobierno -autárquicamente algunas, autónoma y autárquicamente otras-, en estos momentos la política de la derecha desembozada pica en punta con un nuevo formato de desacreditación: a los sanitaristas y sus recomendaciones médicas y a los científicos y sus trabajos no siempre productivos. Está ocurriendo en los Estados Unidos con Trump enfrentándose a instituciones de prestigio mundial, como Harvard, y está ocurriendo en Argentina con Milei teniendo la osadía de acusar de “kirchneristas” a los trabajadores del Garrahan, de las universidades públicas y del CONICET. Todo en clave de polarización, todo con cultura bárbara y todo con una artera utilización de las expectativas sociales sobre tales o cuales discursos.

Así, de la misma manera que luego de popularizar el término fakenews para desacreditar el periodismo fue el propio Trump quien se volvió una máquina de producir y amplificar las mismas, la semana pasada se conoció un documento de un grupo de autoproclamados “científicos” de la Fundación Libertad y Progreso, alineada con la derecha desembozada vernácula de los Milei, titulado “CONICET: diagnóstico y propuesta de reforma”. Su diagnóstico emplea datos públicos cruzados con determinadas intenciones de desprestigio y, además, pone en el ojo de su crítica la financiación de tales o cuales proyectos de investigación para lo que menciona el título de 13 papers. No analiza el contenido de los mismos ni el desarrollo teórico que los sedimenta, se limita a encasillarlos y denostarlos por las 15/20 palabras de sus títulos. Tono de época: es el análisis de los “científicos” alineados con quienes creen que gozan de libertad por decir en breves caracteres lo que les venga en gana en esa cloaca que antes se llamaba Twitter.

Sin mencionar que ese documento carece de rigor y metodología científica aunque opere con datos numéricos ofrecidos por el propio CONICET, el uso de las expectativas sociales todavía generadas por el discurso científico es homólogo con lo que se hizo antes con el discurso periodístico y las fakenews. Aunque el texto de Libertad y Progreso no pasaría ningún arbitraje de pares ciegos (peer review process), se presenta con todas las características (temáticas, estilísticas y compositivas) de un artículo científico, es decir, como un material suficientemente estudiado, validado, legítimo y verdadero, elaborado y evaluado por expertos. Se inaugura así la época de una nueva artimaña de la derecha desembozada que hace cultura de fomentar la ignorancia, las pasiones y las creencias infundadas: la era de los fakepapers.