Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
En nuestra nota del domingo anterior repasamos sumariamente la historia de la Iglesia Católica hasta llegar al cambio profundo que significó en esa institución la llegada del cardenal Angelo Roncalli al trono de Pedro. No somos especialistas en historia de la Iglesia, pero bastante hemos leído al respecto.
Roncalli asumió a fines de 1958 como Juan XXIII –cuando tenía ya cerca de 80 años- y se lo consideraba una “transición aceptable” hacia una Iglesia, que si bien debía cambiar, lo haría muy lentamente.
Como tantas veces ocurre, el pronóstico no se cumplió y ese papado de Juan XXIII bien puede considerarse el inicio de la Iglesia contemporánea. Fue un papado corto (de sólo cinco años), pero Juan no perdió el tiempo y, apenas sentado en Roma, convocó a un Concilio (el Vaticano II) que imprimiría rumbos y aires radicalmente nuevos en la historia de la Iglesia. Por cierto con todos los debates, acuerdos y agrias discusiones y tareas pendientes que un cambio de esa magnitud supone.
Sin dudas que el Concilio Vaticano II –inaugurado en 1962, en medio de una tenaz resistencia de sectores de la Curia- fijó la gran agenda teológica y política que hoy llega a Francisco y que éste ha retomado y profundizado, también con las dificultades propias del caso. No fue ni le será fácil continuarla pero –tanto para la Iglesia como para el mundo que integra- resulta fundamental retomar ese camino de renovación. Al parecer este “Papa del fin del mundo” –tal como lo hizo Juan XXIII en el siglo pasado- decidió que ya era hora de proseguir la marcha y volver a sintonizar con el signo de los tiempos.
Cambios en la política papal
Al parecer –en el caso del Papa- el hábito bien puede cambiar al monje. Hasta allí el cardenal Roncalli se había metido muy poco en la política interna del Vaticano; llegaba de la cercana Venecia donde había sido un patriarca popular, pero pasó largos períodos en el exterior desempeñando cargos diplomáticos.
No era filósofo ni teólogo, sino historiador; acaso por eso mismo le encantaba el contacto humano y la labor pastoral (exactamente lo opuesto al reservado y tajante Pío XII). Le gustaban también las manifestaciones culturales, la sobremesa y el cultivo del diálogo y las amistades, cosas que seguramente modelaron el adjetivo con que pasó a la historia: Juan, “el Bueno”.
En lo político se lo consideraba cercano al “progresismo”, pero no tanto en materia de liturgia y devociones (para tranquilidad de los sectores más conservadores de la Iglesia). Sin embargo, a poco de andar, tomaron debida cuenta de las dos palabras que más se repetían en sus discursos y documentos: “aggiornamiento” (actualización) y “convivenza” (convivencia).
Y en muy poco tiempo esos dos términos modelaron una nueva política papal, centrada en tres puntos fundamentales: en primer lugar, la inauguración de un movimiento religioso ecuménico que retomó el diálogo –postergado o interrumpido- con otros sectores del cristianismo (las “hermanas separadas”) y con el judaísmo (el “hermano mayor en la fe”) bajo la dirección de un Secretariado específico, al frente del cual colocó a un activo jesuita y diplomático alemán, el cardenal Bea.
En segundo lugar, abrió canales de comunicación con el “mundo comunista” lo cual -en medio de la denominada guerra fría- era todo un atrevimiento, que además ponía fin a la anterior política vaticana del “santo aislamiento”.
En tercer lugar, convocaba a un nuevo Concilio para democratizar y actualizar la institución eclesial, después de noventa años de pesado silencio (el último Concilio Vaticano había sido en 1870!). Tres gestos concretos que ponían sobre un rumbo nuevo a la vieja barca del Pescador.
Un Concilio polémico y extendido
Juan XXIII anunció el Concilio Vaticano II, a los tres meses de haber asumido y ante un grupo de cardenales tan silencioso como asombrado. Durante la etapa preparatoria fueron numerosas las oposiciones (públicas y privadas), así como las estrategias para demorarlo o bajarle el tono y la importancia. Pero el Papa Juan era tan bueno como empecinado, con tenacidad y habilidad fue sorteando obstáculos y en 1962 inauguró solemnemente el cónclave.
Su discurso inaugural –se sabe bien ahora- fue una réplica indirecta al pronunciado por el cardenal Pizzardo (un ex Director del Santo Oficio y uno de los líderes visibles de la cruzada conservadora) en la Universidad de Letrán, baluarte entonces de la ortodoxia vaticana. Allí Pizzardo reiteró el mensaje del “santo aislamiento” para la Iglesia, volvió a caracterizar al mundo moderno como “la ciudad de Satán” (a la que contraponía el Vaticano como “ciudad de Dios”) y utilizó la imagen del “apocalipsis termonuclear” (tan propia de aquellos flamantes ‘60) como destino para esta incorregible “nueva Babel”.
El Papa Juan XXIII en su discurso inaugural del Vaticano II, sin nombrarlo, se encargó de desmontar puntualmente tales predicciones. El párrafo clave empezaba diciendo, “Nos impresiona comprobar lo que dicen algunas personas que, si bien pueden estar animadas de celo religioso, carecen de justicia, de buen criterio o de consideración en su modo de ver las cosas…”. Los caracterizó como personas que, “En el estado actual de la sociedad ven únicamente ruina y calamidad” y “que se comportan como si la historia, que nos enseña acerca de la vida, nada tuviera que decirles…”. Y después de rogar a los asistentes que rechazaran esos análisis, los exhortó a un programa exactamente opuesto: comprender sin anteojeras este nuevo tiempo histórico, vivir plenamente en él y amarlo para poder cambiarlo.
El final de ese célebre párrafo fue claro y taxativo: “Por el contrario deberíamos reconocer que, en el momento histórico actual, la Divina Providencia está encaminándonos hacia un nuevo orden de las relaciones humanas que, por intermedio del hombre, está tendiendo hacia la realización de designios más elevados, pero aún misteriosos e imprevistos”.
Juan XXIII no pudo asistir a la segunda sesión del Concilio, dado que falleció poco antes, en 1963. Pero la nueva piedra para seguir edificando la Iglesia estaba ya puesta y esa tarea (con marchas y contramarchas, construcciones y derrumbes, logros y fracasos) llega hasta nosotros. Se había iniciado la época que llegará hasta el actual Francisco.
Pero el joven jesuita Jorge Bergoglio por entonces ni siquiera se había ordenado sacerdote, era un “maestrillo” que (con 28 años) había sido enviado a nuestra provincia Santa Fe, a enseñar literatura argentina en el Colegio de la Orden. Se recuerda su admiración por Borges (a quien visitó como simple lector en Buenos Aires y convenció para que viajase a Santa Fe y sus alumnos pudieran conocerlo), así como el apodo cariñoso que –por flaco y serio- le pusieron los más traviesos: “Carucha”. Mientras tanto Bergoglio no sabía (o acaso sí lo sospechaba) que –a la manera de Borges- en Roma, Juan XXIII empezaba a redactar la agenda inconclusa que encontraría una tarde -en un cajón de la residencia de Santa Marta- dirigida a un tal Francisco, es decir el argentino del barrio de Flores, con dos pasiones terrenales bien definidas: amaba el tango y el fútbol. Era y es fiel simpatizante del club San Lorenzo de Almagro, fundado por otro cura del pueblo, el Padre Lorenzo Maza.
De ambas cosas puedo dar fe personal en los años que traté a Jorge Bergoglio en el Colegio Máximo de San Miguel, donde dictaba yo la materia Historia de la Filosofía Latinoamericana y luego como Cardenal Primado de la Argentina, entre 2005 y 2011, visitándolo en la casa de la Curia Metropolitana donde el mate y la charla, a la vez profunda y amena, no faltaron nunca. De allí se fue con una valija chiquita al Vaticano como elector papal y todavía no regresó por estos lares, donde por cierto se lo extraña.