12 28 juanxxiiiPor Mario Casalla
(Especial para Punto Uno - Primera parte)

El actual Papa Francisco fue electo en marzo del 2013 a los 76 años, es el Papa 266° de la Iglesia Católica y el primer Papa argentino. Acaba de cumplir 88 años y es probable que esté pensando en retirarse, ya que podría eventualmente acogerse a la categoría de “Papa Emérito” que él mismo creó cuando renunció su antecesor, Benedicto XVI, por sentirse "sin las fuerzas, mentales ni físicas” para ejercer esa alta magistratura.

Pero siguió viviendo dentro del mismo Vaticano hasta su muerte y la primera Encíclica del pontificado de Francisco fue escrita “a cuatro mano” con Benedicto. Otra originalidad que estimo no tiene antecedentes.

Para entender lo transformador que fue y es este período de Francisco, es menester entender qué Iglesia recibe como legado. Nada fácil por cierto.

Todavía, en alguna cochera del Vaticano, estará guardado el imponente “Cadillac Papal” que el cardenal Spellman (arzobispo de Nueva York) le regaló a Pío XII. Las manijas eran de oro macizo y detrás del conductor, había un único asiento donde el pontífice se sentaba también solo.

Corría la década del cincuenta, pero Pío XII se abstraía (aparentemente) del nuevo mundo que dibujaba la postguerra. Le costaba entenderlo tanto o más que el de la propia guerra (durante el cual tantas veces vaciló y se equivocó). Es que para Pío XII las cosas eran blanco o negro: del lado claro estaba la Iglesia de Roma (qué sabía infaliblemente hacia dónde ir) y del oscuro, el “mundo moderno”, extraviado precisamente por no atenerse a su evangelio.

Sus numerosísimas encíclicas no hacían más que recordárselo y anatemizarlo, negociando -eso sí- con los respectivos poderes locales, a través de los Episcopados nacionales y las Nunciaturas que lo representaban. Pero claro, de eso se encargaba la sólida burocracia vaticana que –al resguardo de su “infalibilidad”- descendía al barro de la historia para llevar la luz (y junto con ella defender, como corresponde, sus intereses concretos). No era fácil en medio de esa perversa “modernidad”, que además ahora tenía un rostro más concreto y mucho menos amable: el “comunismo”, Stalin, la flamante URSS y sus satélites europeos.

Si antes había condenado sin piedad la democracia y el liberalismo, ahora jugaba en ese campo para defenderse del “materialismo ateo” y del avance mundial del comunismo. Pero al final de su papado, ya no tenía el viejo cardenal Pacelli la misma convicción ni firmeza que al principio (1939), cuando en su primera encíclica (“Summi Pontificatus”) no dejaba títere “moderno” con cabeza y reafirmaba la tesis de la infalibilidad papal (de 1870) al recordar que “la Sede del Bendito Pedro es el guardián y maestro designado”. Además, en el campo vencedor, uno estaba infiltrado de “protestantismo” (los EEUU) y el era otro militantemente ateo (la URSS).

La cruzada cristiana del siglo XX sería entonces doble. Sin embargo, sabemos ahora que no resultó así. Como toda institución histórica, política y social (y a esto nos referimos aquí: no a la Iglesia como “cuerpo místico de Cristo”, sino a ella como entidad terrenal, actuando y sufriendo en los cursos y recursos de la historia humana), esa entidad siguió y sigue por cursos distintos y hasta impredecibles, como el mundo que integra.

Esa Iglesia lleva también la cruz del mundo y es la que llega ahora a Francisco –con todas sus riquezas y sus penurias- pretendiendo otra vez renovar esa marcha. Frente a las decisiones que se insinúan y las que ya se implementan, vale la pena detenernos en sus etapas más recientes (siglos XIX y XX).

 

La ciudadela cercada

En realidad, Pío XII era el colector final (a mitad siglo XX) de un proceso de cerrazón de la Iglesia sobre sí misma, iniciado a mediados del siglo XIX. 1870 fue un año clave en la historia reciente de la Iglesia Católica, la que llega hasta nosotros.

Ese año ocurre un hecho clave que la marca: la corona italiana se apodera de Roma y los antiguos territorios pontificios son incorporados al nuevo estado italiano. El Papa queda atrincherado en el Vaticano, más solo que nunca y negándose a reconocer a ese Estado.

Pocos meses antes, el Primer Concilio Vaticano –acaso premonitoriamente- había proclamado la doctrina de la “Infalibilidad Papal”, según la cual “cuando Su Santidad ejerciendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, en virtud de su Suprema Autoridad Apostólica, define una doctrina de fe o costumbres y enseña que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee la asistencia divina que le fue prometida por el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres”. Por ello, “las definiciones del Obispo de Roma son irreformables por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia. De esta manera, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de contradecir ésta, nuestra definición, sea anatema”.

Esto que nace como reacción doctrinaria frente a los ataques del “modernismo” creciente (ilustración, laicismo, cientificismo), se vuelve también ciudadela política de un Papa territorialmente limitado (“el prisionero del Vaticano”) pero que desde esa ciudadela no renunciará a su misión universal (concebida en términos todavía medievales): disputa ideológica contra la “modernidad” y disputa política contra los nuevos estados nacionales emergentes, que le disputan el poder local y atentan contra sus propiedades y antiguos derechos y concesiones.

El Papa era entonces Pío IX y de allí hasta el mencionado Pío XII, la Iglesia estará enclaustrada y a la defensiva del mundo moderno. La cosa empezará a cambiar recién en 1958 cuando Angelo Roncalli asume la cátedra de Pedro con el nombre de Juan XXIII. Y este último será el tramo histórico de la Iglesia que –a través de una serie de cambios en el medio- llega propiamente al actual Francisco, “el Papa que vino de lejos”, como él mismo se autodefinió en aquella sorpresiva tarde del año 2013, en que dejó de ser Jorge Bergoglio, vecino de la ciudad de Buenos Aires.

 

La apertura al mundo

Dicen que una de las primeras cosas que hizo Juan XXIII al asumir el papado, fue pedir la información archivada contra él por el Santo Oficio. Como muchísimos curas y laicos italianos, estaba acusado de ser “moderno”, desde los días en que era aún un joven seminarista en Bérgamo.

Es que a principios del siglo XX el papa Pío X había publicado el decreto “Lamentabili” (1907) que definía y condenaba en 45 artículos la “herejía modernista”, acción que completó dos meses después con la encíclica “Pascendi dominici gregis”, en la cual se imponía un juramento antimodernista obligatorio a todos los obispos católicos, los sacerdotes y los docentes.

El flamante Juan era así uno más de aquél tendal de víctimas y “sospechosos de modernidad” que dejó aquélla iglesia cerrada sobre sí misma, soberbia y a la defensiva del mundo.

Pero su pontificado vino precisamente a quebrar ese tipo de institución eclesial y a abrirla al “signo de estos tiempos”. Esto no implicaba que la Iglesia de pronto se hiciera “moderna”, sino que dejara de ser tan conservadora y reactiva y se tornara –poco a poco- más liberadora y atenta a las necesidades de los hombres y de los pueblos con quiénes comparte este mundo. Acaso ayudó a esto que Roncalli era historiador (y no teólogo), que poco se había mezclado hasta entonces con la política vaticana, (aunque siempre estuvo cerca de los sectores denominados “progresistas”) y que a diferencia de sus agrios antecesores, era un hombre extrovertido, amante de la conversación y el trato público (tenía ahora 80 años y llegaba como un patriarca muy popular en la iglesia de Venecia). Nada que ver con la típica “nobleza vaticana” de paladar negro. Los que lo frecuentaron cuentan que las dos palabras que más pronunciaba eran, aggiornamento (actualización) y convivenza (convivencia).

Con una prisa que nadie esperaba, hizo tres cosas que sacaron a la Iglesia de aquélla posición ultradefensiva y conservadora y la pusieron en la orientación actual: primero, inauguró un movimiento ecuménico, centrado en Roma, al que puso bajo la dirección de un Secretariado encabezado por el cardenal Bea (jesuita y diplomático alemán); segundo, terminó con la política de “santo aislamiento” y abrió vías de comunicación con el mundo comunista y con los nuevos países del Tercer Mundo que dejaban atrás su pasado colonial y, tercero, convocó a un Concilio General (el Vaticano Segundo) que terminaría conmoviendo y democratizando –al menos parcialmente- la cruda y dura burocracia vaticana.

Pero sobre este Concilio, si le parece amigo lector, hablamos en el próximo domingo ya inaugurado un nuevo año: el 2025.