Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
En la singular “era Milei” las sutilezas están de más. Se trata de un presidente que no hace distinciones ni repara en repartir mandobles por doquier, dentro y fuera de su propio espacio político. Es que, en estos tiempos de la antipolítica, el anarcoliberalismo y del fiscalismo extremo, se cumple al pie de la letra con el mandamiento “subordinación y valor”.
Y no se trata precisamente de subordinación a las leyes o a la propia Constitución Nacional, sino al capricho y los berrinches de alguien que cree estar por arriba de esas minucias, de ser él en persona la ley (Mi Lei).
Más que como presidente de una República de hombres libres e iguales, Milei se comporta como el rey Luis XIV de Francia quien, el 13 de abril de 1655 ante el Parlamento de París pronuncia aquélla célebre frase típica de una monarquía absoluta: “El Estado soy yo”. Casi un siglo después la cabeza de Luis VI rodaría por la guillotina ante una multitud enfervorizada que no tenía para comer, mientras que en el Palacio de Versalles se celebraban banquetes y ceremoniosos bailes.
Singular aparato mecánico esta guillotina, que increíblemente siguió utilizándose en Francia hasta el año 1939 cuando la cuchilla de la máquina letal inventada por el cirujano Guillotin cayó sobre el cuello del asesino en serie Eugen Weidmann.
En nuestro país hace mucho menos tiempo el grupo denominado Los Copitos (al que pertenecían Sabag Montiel y Brenda Uliarte) depositaban bolsas mortuorias y una simbólica guillotina de madera ante la mismísima Casa Rosada. Pocos meses después, el 1°de septiembre del año 2022 en el barrio de Recoleta, Buenos Aires, tuvo lugar el intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner, todavía no esclarecido.
Evidentemente nuestro país atraviesa uno de sus peores momentos institucionales. Centrémonos en los ataques que Milei conduce –en persona y de viva voz- contra políticos y sindicalistas. La reciente huelga parcial del transporte fue un ejemplo palmario de todo esto. Nos equivocaríamos largamente si creemos que la contradicción entre políticos y sindicalistas es circunstancial, anecdótica o solucionable sólo con un poco más de buena voluntad entre las partes. Es cierto que todo ello ayudaría a suavizarla, pero no la extirparía.
De vieja data sabemos que la contradicción entre obreros y patrones no es fortuita y que el Capital tiene su propia lógica (la cual no necesariamente coincide con la del Trabajo), otro tanto ocurre con el tándem sindicatos/partidos políticos. Si en un caso la apropiación de la denominada plusvalía divide aguas, en el otro juega un papel decisivo la puja por la representación. Si en la plusvalía está el “secreto del capitalismo”, en la representación lo está el de la democracia moderna. Ambas -nacidas al unísono hace más o menos quinientos años- constituyeron por siglos un matrimonio aparentemente sólido y por eso mismo su actual desavenencia (global) generan un presente nada grato. Y entre nosotros esas desavenencias son más graves aún.
Las ficciones fundantes
En un libro muy interesante (“Inventing the people”, 1988) ,el historiador norteamericano Edmund S Morgan muestra el carácter preponderante que tienen las “ficciones” en la construcción de los sistemas políticos. Estas no son “verdades” en el sentido usual de la palabra (experiencias empíricamente constatables y probadas) sino principios y valores orientadores que (en el orden inconsciente, muchas veces) nos permiten creer. Así que Morgan nos dice -por ejemplo- que el axioma según el cual la democracia es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, es una ficción fundamental para el pueblo norteamericano que –aún en crisis- ordenó y ordena la vida política de ese país y del mundo (con sus versiones de izquierda, derecha y centro).
Y que esto es positivo: en primer lugar, porque aun no siendo así, funciona como “ideal” a alcanzar y segundo porque permite el acatamiento de las leyes con un mínimo de represión. Dice Morgan, con esa típica dureza americana: “El éxito en la tarea de gobierno exige la aceptación de ficciones, exige la suspensión voluntaria de la incredulidad. Exige que creamos que el emperador está vestido aun cuando veamos que no lo está.
Para gobernar hay que hacer creer”. Y esas creencias son “ficcionales” no porque sean mentiras, sino porque son tan sólo fundantes de un sistema posible. Son las que fijan el marco y –en este sentido- más que verdaderas o falsas serán consistentes o inconsistentes. ¡Y vayan si son útiles! (mientras duren claro).
Y si no les gusta Morgan, vayan a nuestro Bartolomé Mitre y lean su “Galería de Celebridades Argentinas” (1857) y verán lo útil y necesario que resultaron tales “ficciones” patrias (al menos para aquella Generación del ’80 que gobernó el país). Cuando cien años más tarde, don Arturo Jauretche pudo reírse de ellas y llamarlas “zonceras argentinas”, es porque precisamente habían dejado de ser auténticas ficciones y ya poco orientaban.
Nos los representantes
En el célebre “contrato social” de Rousseau (1762), emerge una ficción fundamental de la democracia moderna: la de “representación libre”. Esta es la esencia de la representación política que –a diferencia de todas las demás- representaría la denominada voluntad general. Todos los demás representantes –de aquí en más- lo serán de intereses sectoriales y se tratará, por ende, de “representación vinculante” (sindicatos, asociaciones, movimientos sociales, etc.).
Lo curioso es que todos los representantes políticos (diputados, senadores, mandatarios) provendrán de representaciones vinculantes y directas (¿de dónde sino?), pero una vez elegidos ya no responderán a ellos sino a esa omnímoda (y a la vez oculta) voluntad general. Ya no representan a los ciudadanos concretos de carne y hueso que los han elegido sino “al pueblo en general” y de aquí en más ese inocente abismo no dejará de crecer.
Además, y para que no queden dudas, su mandato (igual que el del contrato social) no será revocable, tendrán fueros y no más jueces que sus propios pares. Por cierto, que luego vendrá su compatriota Montesquieu a aminorar un poco la cosa (con la división de poderes), pero la fractura entre la política y la gente ha sido fundada y la duplicidad de representaciones (libre o vinculante) será fuente inagotable de conflictos sociales futuros. La eterna puja entre sindicatos, estado y partidos políticos se inscribe en esa “grieta” estructural con la que no deberíamos jugar al distraído.
Lo político y lo social empiezan a correr por separado y esto, tanto en los regímenes demoliberales de cuño capitalista como en diversos socialismos reales, o en las variadas formas ensayadas de estatismos.
En casi todos ellos, los sindicatos (es decir la clase obrera organizada y aún las organizaciones empresariales o profesionales), están inexorablemente bajo sospecha. Y esto más allá de que existan motivos legales, jurídicos o económicos para estarlo.
Es que –para la “representación libre” de la política- en el fondo son “corporaciones” que hay que vigilar, subordinar o encuadrar. Porque como muy bien se sabe: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes” y quiénes se arroguen esa representación (libre) cometerían delito de “sedición”. Así que: subordinación y valor!
Por cierto que esa “ficción” tiene alguna solución y tras eso se está en muchos lugares y con diferentes ensayos pero, para ello es necesario que termine de devenir “zoncera” y, a partir de allí, volver a reinventar la democracia y un sistema representativo donde la libertad y el bienestar general sean algo más que una promesa abstracta.
Habrá seguramente que ir construyendo soluciones parciales y transitorias (para cabalgar la formidable crisis en pleno curso), pero sin olvidar aquello que se atrevió a gritar la joven Ana Arendt, recién salida de la barbarie: “La política es el arte de hacerlo todo de nuevo”. O bien nuestro Raúl Scalabrini Ortiz, cuando nos advertía: “Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías”. Corría el año 1931 y en la Argentina la vieja galería de celebridades ya tampoco entusiasmaba tanto.
El año próximo, con las elecciones parlamentaria, será el momento de iniciar el camino de urgente renovación de nuestra maltrecha convivencia. Sin guillotinas, bolsas mortuorias o intentos de magnicidios y con más diálogos y mejores proyectos.