Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
El presidente Milei fue el pasado lunes a la sede la UIA, presidida hoy por el abogado Daniel Funes de Rioja. Como tal, su relación con la industria fue siempre externa. Nunca tuvo una, ni se dedicó a eso.
Fue por largos períodos el abogado de la misma UIA, y si ejerce ahora la presidencia, tiene esto más bien que ver con tensiones entre los diversos grupos asociados que con otra cosa.
Especializado en derecho empresario, grande fue su aplauso cuando Milei –después de quejarse que vivían del campo más que de la producción industrial-, les confesó “vengo a llenarles sus bolsillos”. Una de cal y otra de arena, como corresponde.
Pero volvamos a la historia. Esta nos indica que, con perdón de la memoria de sus autores, el decreto del año 1941 estableciendo el 2 de septiembre de cada año como “Día de la Industria”, fue una barbaridad histórica. Gobernaba por entonces el vicepresidente a cargo del PEN (el catamarqueño Ramón S. Castillo), dada la enfermedad que aquejaba al presidente Ricardo M. Ortiz, y el mencionado decreto recordaba una (supuesta) primera exportación hecha desde el puerto de Buenos Aires en 1587. Claro que, olvidaba un pequeño detalle: aquello no fue una legítima exportación de productos fabricados en el país, sino un contrabando liso y llano. Los hechos –perfectamente documentados- fueron estos.
Un pleito tucumano
En efecto, el 2 de septiembre de 1587 salió del puerto de Buenos Aires un cargamento fletado por el entonces obispo de Tucumán. Se declaró que el barco llevaba tejidos y harina producidos en Santiago del Estero (entonces muy próspera), pero en realidad esa carga ocultaba un contrabando de barras de plata del Potosí, las cuales hubiesen requerido la autorización expresa del Gobernador de Tucumán.
Cuando éste, don Juan Ramírez de Velasco, osó denunciar el asunto, el anatema y la amenaza de excomunión cayeron como rayos sobre él. Los pleitos entre el Gobernador y los comerciantes fueron larguísimos y terminaron dándole la razón, pero ello no impidió que -tres siglos después- se decretara esa fecha como “Día de la Industria”.
Por cierto que aquél contrabando tucumano no era el primero, ni sería el último: el contrabando pertenecía a las más excelsas tradiciones porteñas. El primer gobernador de Buenos Aires, don Diego de Góngora, ya era contrabandista, lo que se probó y condenó en su posterior juicio de residencia. Se salvó de la prisión porque murió durante el juicio y su cuantiosa fortuna apenas alcanzó para cubrir las multas y costas; esto, a pesar de que se trataba de una persona de muy nobles antecedentes: Caballero de la Orden de Santiago Apóstol y recomendado al Rey por el Duque de Lerma.
Pero la flamante Gobernación de Buenos Aires despertaba en aquellos nobles españoles del siglo XVII más tentación de riqueza fácil que otra cosa.
Puesta en juego, fue uno de los botines más apreciados del servicio exterior. Y es tan así que ese flamante primer Gobernador de Buenos Aires, traía ya el contrabando consigo cuando vino a hacerse cargo del puesto. Efectivamente, las tres naves con las que Góngora zarpó de España el 15 de abril de 1618, llevaban mercaderías ilegales por un monto de aproximadamente 300.000 ducados. Algo que luego se comprobó plenamente. Y los gobernantes que lo siguieron estuvieron todos –en mayor o menor medida- comprometidos con el contrabando “por acción u omisión”. El sucesor de Góngora y segundo Gobernador de Buenos Aires, don Francisco de Céspedes, puso preso al principal contrabandista porteño del momento (Juan de Vergara) y lejos de ser respetado por eso, se ganó la excomunión del Obispo Carranza que salió en defensa del popular contrabandista, que además era tesorero de la Santa Cruzada y notario del Santo Oficio. Y el Obispo no sólo excomulgó al Gobernador, algo que se reproduciría varias veces en las gobernaciones siguientes, sino que al frente de una turba de vecinos airados atacó el Cabildo para liberar al contrabandista preso, terminó luego acusando al Gobernador de Buenos Aires del mismo ilícito que intentó reprimir: es decir, contrabando.
Después del juicio, Céspedes fue repuesto en el gobierno. El destino de esas dos primeras gobernaciones, se repite casi hasta aburrir: el que gobierna se pliega directamente al contrabando, porque si intenta reprimirlo atraerá sobre sí maldiciones terrestres y celestes.
El contrabando ejemplar
La burla de la ley era tan escandalosa que en 1606 se inventa –para el puerto de Buenos Aires- la figura del “contrabando ejemplar”. Fue el 28 de diciembre de ese año (¡día de los inocentes!) cuando la barca portuguesa “Nossa Señora do Rosario” pide ingresar a puerto, alegando estar perdida y con graves averías. Era lo que se llamaba una “arribada forzosa” y ¿quién se la iba a negar en tales circunstancias?.
No la negó por cierto el Alguacil de Mar, Antonio de Sosa, pero cuando advirtió la preciosa carga de abordo (87 esclavos negros), voló a la casa de un funcionario real (Juan de Vergara, hasta ese momento honesto, pero tentado de inmediato) y le propuso un negocio brillante: hacer cumplir las leyes y luego contrabandear “legalmente” la misma mercadería de la que se apropiarían en la subasta pública, ya que estaba así fijado, dando la tercera parte al denunciante. Pero se quedaron y repartieron las dos cosas: el porcentaje como denunciantes y la carga que, ya “legalizada”, siguió viaje al Potosí donde su venta rendiría el doble o el triple.
Para ello se armó un circuito perfecto: Juan de Vergara (escribano y secretario del buen Gobernador Hernandarias) “denunciaría” el contrabando y repartiría el tercio con el Alguacil de Mar; las autoridades castigarían “ejemplarmente” el ilícito, ordenando como corresponde su remate en subasta pública. La subasta, como también correspondía, sería “manejada” por el Tesorero Real, Simón de Valdez (ya complotado) y en ella sólo ofertaría Diego de Vega (o Veiga, portugués domiciliado en Buenos Aires y ya jefe del tráfico negrero en el Río de la Plata).
El mecanismo quedaba montado y encima con nombre propio: ¡”contrabando ejemplar”! Con el Gobernador siguiente (Marín Negrón, enfermo y poco eficaz) la cosa continuaría perfeccionada. Fue así que, aquello que los comerciantes habían pedido al Cabildo de Buenos Aires cuatro años atrás: “reverenciar, pero no cumplir”, cuando las ordenanzas reales los perjudicasen, se conseguía por otros medios. Hecha la ley, hecha la trampa: “contrabando ejemplar”.
Una sugerencia: volver a Belgrano
Pocos recuerdan, sin embargo, que ese primer decreto del Día de la Industria sólo duró cinco años. En efecto, el 12 de septiembre del año 1946 el PEN –cuya presidencia ejercía entonces Juan D. Perón- lo anuló y estableció como nueva fecha recordatoria del “Día de Industria Argentina”, el 6 de diciembre de cada año.
¿Por qué?, porque se conmemoraba así el día en que el joven patriota Manuel Belgrano asumía como secretario del Consulado de Buenos Aires (6 de diciembre de 1793). Fue ésta la primera institución económica (creada por cédula real) que pretendió precisamente terminar con el contrabando y fomentar el desarrollo de la incipiente industria local y del legítimo comercio entre ellas.
Dicho Consulado tenía funciones de Tribunal de Comercio y de Junta Económica y su flamante Secretario bien puede ser considerado el primer economista argentino. Educado en Europa, Belgrano es el introductor en el Río de la Plata de las ideas fisiocráticas que –al valorizar la producción y el trabajo- renovaban el ya agotado mercantilismo español. Es así que brota de su pluma una afirmación que hoy tendría la más absoluta actualidad: “…el valor de cada Estado no depende del valor del Tesoro Público, sino de la cantidad de fanegas de tierra bien cultivadas que tenga ". Así como: "La moneda por sí misma, no es riqueza, pero es una prenda intermedia y una verdadera letra de cambio al portador que debe pagarse en cambio de frutos de la agricultura o de las obras de la industria. Si estos frutos o estas obras faltan o no alcanzan, habrá pobreza con mucho dinero”.
Industrialista decidido, volver a poner el Día de la Industria en conmemoración de estas ideas pioneras, sería un acto de estricta justicia. A lo mejor alguien escucha y hace punta en este sentido.