07 07 yrigoyenPor Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)

Este mes se cumplen 91 años de la muerte del presidente Hipólito Yrigoyen, el primero electo con la flamante ley Sáenz Peña (voto universal secreto y obligatorio).

Así, después de décadas de “fraude patriótico” y exclusión, las grandes mayorías populares entraban en escena.

El país había cambiado y aquél radicalismo de 1916 supo interpretar esos cambios y estuvo a la altura de las circunstancias. Hoy no podemos decir lo mismo; no atraviesa precisamente un buen momento político y en su interior, el horno no está para bollos, ni para andar meneando demasiado la figura y el credo de su fundador. Por lo demás, si éste se levantase de su tumba, no le agradaría para nada ver el actual fraccionamiento de UCR, visible tanto en su accionar parlamentario, como en el político ciudadano.

Aquel grito de guerra “¡Que se quiebre, pero que no se doble!” ha quedado tan atrás que ya nadie lo menciona, ni por supuesto lo practica. Una suerte de niebla anodina ha cubierto su accionar político y no pocas veces éste se ubica más del lado del régimen que de la causa. Por supuesto no es algo para festejar, pero es así, lo cual no es nada bueno para el fortalecimiento de la democracia argentina.

Acaso el comienzo de este triste presente haya que ubicarlo en 1993, donde Menem y Alfonsín hicieron el denominado “Pacto de Olivos” para reformar la Constitución Nacional al año siguiente: Menem quería su (re) reelección presidencial (y la consiguió) y Alfonsín aspiró a conseguir al menos un tercer senador por provincia y lo consiguió también, pero pagando un precio muy alto por eso. Pero volvamos, amigo lector, a Hipólito Yrigoyen que es el motivo de esta nota.

 

Un hombre de Balvanera

Si hay una cuna física del radicalismo, ésta es la célebre Parroquia de Balvanera, en la ciudad de Buenos (los actuales barrios de Once, Almagro y Congreso, son su corazón). Era la célebre “Novena de fierro”, donde los radicales no perdían nunca.

La Balvanera de 1900 era barrio de orilleros, cuchilleros, tango y burdeles. Aquél que el joven Borges (de joven simpatizante radical) elevó a la categoría de mito y luego relegó con ironía y sin demasiada piedad.

Antes de la federalización de Buenos Aires, el caudillo era Adolfo Alsina y luego lo fueron, primero Leandro Nicéforo Alem y luego su sobrino Hipólito Yrigoyen. O como reza el acta parroquial: Juan Hipólito del Corazón de Jesús Yrigoyen, hijo de Martín Yrigoyen y de Marcelina Alem (hermana mayor de Leandro).

Eran una familia de clase media baja, con cinco hijos e Hipólito tuvo que trabajar para vivir. Eso resintió varias veces los estudios, sin embargo logró recibirse de abogado, mas nunca ejerció.

A comienzos del siglo XX y con 50 años cumplidos, Yrigoyen no tenía ya dificultades económicas, gracias a la explotación de sus campos y estancias en la provincia de Buenos Aires. Pero fue en aquella Balvanera orillera, donde empezó y creció su carrera política: primero comisario de policía; luego profesor de escuela media, a continuación presidente del Consejo Escolar de esa parroquia (nombrado por Domingo F. Sarmiento) y finalmente dos veces diputado provincial.

Pero, la relación con su tío fue crecientemente tensa (por razones políticas y también familiares) y después del suicidio trágico de Leandro Alem (quien se pegó un tiro en el Club del Progreso) y de la muerte de Aristóbulo del Valle, Yrigoyen rompe definitivamente con el mitrismo e inicia la reorganización (con su propio dinero y directa militancia) de un partido diferente de todo lo existente: la “Unión Cívica Radical”.

 

“Hagan de mi lo que quieran”

A comienzos del siglo XX, ese Radicalismo era ya un partido poderoso y muy popular, pero en 1916 su Convención Nacional -que debía designar candidato a presidente- estaba empantanada.

Apenas reunida y por aclamación designó a su líder natural, Hipólito Yrigoyen, en medio de vítores y aclamaciones de todo tipo. Pero el hombre, misterioso y retraído como siempre, no aceptó. Renunció por escrito diciendo: “Mi pensamiento no fue jamás gobernar el país, sino la concepción de un plan reparatorio al que debí inmolar el desempeño de todos los poderes oficiales”.

Por supuesto que Yrigoyen (tratado siempre por el apellido y de Usted por todos) no era un iluso en la política, ni mucho menos. Era un hombre del poder y lo ejercía sin más vueltas, de lo cual hay numerosos ejemplos, pero no confundía el poder con los cargos, ni con la figuración pública, tan deseada entonces como ahora. Más aún, ésta le resultaba particularmente insoportable.

Era el líder de un partido donde predicaba casi como en misa, o utilizando la casa parroquial a la hora de conversar sobre eventuales listas o candidatos. Nada de diarios, mitines, banquetes ni tribunas callejeras. En aquella intimidad era tremendamente efectivo y seguro, y es allí donde quería jugar.

No pudo. Las insistencias fueron reiteradas y sólo con su nombre se terminaban las discusiones en la Convención; además un pequeño grupo disidente (denominado los “azules”), amenazaba la unidad laboriosamente trabajada por él mismo. En esos “azules” estaba ya sembrada esa tentación liberal-conservadora, que irá creciendo y torpedeando al radicalismo desde adentro cada vez que pueda.

Ante ese peligro Yrigoyen aceptó. Fue entonces cuando pronunció la frase histórica, “Hagan de mí lo que quieran” y resignado aceptó ser candidato a presidente de la Nación. Por supuesto que no hicieron de él lo que quisieron, porque esa era la frase de un hombre dispuesto a cumplir con una “causa”, y no un títere dispuesto a cambiar todo para que en realidad nada cambie (Lampedusa, dixit). Lo tenía clarito y lo sintetizó en una sola frase: se trataba de “la causa contra el régimen”. Esa sería su religión, su credo laico. Pero también era consciente que le faltaban “correligionarios”, hombres dispuestos como él a llegar hasta el final si fuese necesario. Balvanera y esa “9° de fierro”, no eran el país de entonces. Pero no quedaba otra y fue presidente.

 

La reparación nacional

Las elecciones fueron el 2 de abril de 1916 y la fórmula H. Yrigoyen - Pelagio Luna ganó con comodidad en número de votos (373.000 sufragios), pero no en número de integrantes del Colegio Electoral, algo clave en una elección indirecta para presidente.

Allí la UCR tenía 152 electores, apenas uno más de los indispensables para lograr mayoría. Así la oposición, con sólo 250.000 votos, ponía en riesgo la decisión del Colegio Electoral. Para peor 19 radicales santafecinos -de aquel grupito “azul”- amenazaban ya con darse vuelta.El plan de las otras tres fórmulas opositoras (conservadores, socialistas y demoprogresista) era mantener indeciso el resultado en el Colegio Electoral para dejar esa decisión en manos del Congreso Nacional, donde los conservadores tenía cómoda mayoría.

Sin embargo eso no ocurrió, porque la enorme presión popular en las calles (¡al grito “Yrigoyen presidente!”) como nunca se había visto antes, terminó por disuadirla de una nueva maniobra fraudulenta. Esta vez se incendiaba el país y lo sintieron. Por eso –seis meses más tarde- Yrigoyen se dirigió a la jura en el Congreso Nacional.

La ceremonia fue brevísima, don Hipólito no leyó el habitual mensaje, se limitó a jurar y dicen algunos testigos presenciales que -“sin ocultar su displicencia con el rígido protocolo”- salió a la calle y se encontró con una multitud, nunca antes vista. Permitió, también muy serio, que el pueblo desenganche los caballos del carruaje y lo lleve a pulso hasta la Casa Rosada.

El ambiente era de alegría, pero también de una “fervorosa devoción”, estaban naciendo de a poco esos “correligionarios” que don Hipólito pedía para una “causa” casi religiosa. Sus breves palabras fueron: “No he venido a castigar ni a perseguir, sino a reparar”.

Había surgido una segunda palabra clave luego repetida muchas veces, “reparar”. Se trataba de una “reparación de la Nación para restaurar la plenitud de sus fueros”. No venía sólo a administrar, ni a mantener al país dentro de los viejos cánones oligárquicos de “paz, orden y progreso”.

Sentía lo suyo como algo más trascendente, por eso dirá también: “Sé bien que no soy un gobernante de orden común porque en ese carácter no habría poder humano que me hiciera asumir el cargo”. Y para que no quedaran dudas de quien era aclaró: “Soy el mandatario supremo de la Nación, para cumplir las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo argentino”.

Así se ponía en marcha un camino (Radical) plagado de obstáculos, marchas y contramarchas, todavía inconcluso: el de la Causa contra el Régimen. Un camino que éste presente parecería desmentir, aunque nunca se sabe bien qué anida en el fondo de lo popular y en ese fondo el radicalismo supo alguna vez abrevar. ¿Podrá alguna vez volver allí? Se verá, pero por ahora es una incógnita.