04 26 hessLa estrategia de denostación al rival escala día a día en el gobierno nacional, volviendo la confrontación y el agravio los motores de la gestión. Los tiempos de la grieta se avizoran lejanos y sutiles en medio de tanta salvajada discursiva.

Por Franco Hessling

Hasta hace no mucho tiempo, la confrontación de la cultura política argentina se atribuía casi exclusivamente a la soberbia o autoritarismo de Cristina Fernández de Kirchner, a quien se la responsabilizaba por la grieta.

Se decía, entonces, que la política debía recuperar su afán de conciliación, de encuentro, de acercamiento de posiciones, de respeto por el otro. En aquellos tiempos, no muy lejanos, se hacía política diciendo que había que superar la “grieta”.

Contrariamente con ese momento, a partir de que en agosto del año pasado la corriente político-ideológica de LLA tomó un protagonismo capital en el escenario político, la lógica de confrontación ha ido en alza, haciendo que los tiempos de la grieta se vean tan lejanos como sutiles, con formas de enfrentamiento nada agresivas, casi amistosas, como si habrían sido una sola puesta en escena de lo que ahora se totaliza bajo el epíteto de “casta”.

El fuego cruzado durante la grieta era todavía respetuoso y políticamente correcto, todavía las instituciones que cimentan nuestra democracia, como la educación y la salud públicas, eran defendidas al menos demagógicamente y no estaba de moda vituperar a los que piensan distinto, invisibilizarlos, acusarlos de delitos e incluso discriminar o inferiorizar como ha hecho el presidente Javier Milei en innumerables ocasiones a través de sus cuentas de redes sociales.

LLA se ha encargado de que la grieta sea un recuerdo amable, donde parecía que vivíamos en un clima de armonía y respeto, que los que hemos tenido la suerte de formarnos en la educación superior de excelencia de las universidades públicas argentinas añoramos como síntoma de una sociedad con diferencias, plural, pero madura como para sostener el intercambio frutífero y en defensa de los intereses comunes. Ya nada de eso cuenta, ahora es todo fanatismo y vocinglerías para la tribuna.

El actual oficialismo ha convertido la confrontación irrespetuosa y con falta de modales en una lógica de funcionamiento. Así, semana a semana va alternando sus objetivos: la dirigencia gremial, los legisladores nacionales, los gobernadores o, más recientemente, el sistema de educación superior. Todos los objetivos, coincidentemente, son presentados como obstáculos que la “casta” le pone al gobierno. Gobierno que no considera “casta” designar a hermanos de sangre en el gobierno, como ha ocurrido con los hermanos de Milei y su vocero Manuel Adorni.

En pocas semanas hemos cambiado años de demagogia en la que las fuerzas políticas competían por mostrar moderación y postularse como los artífices de la superación de la grieta, a una renovada demagogia asentada en la denostación del rival. En honor a la verdad, este no es un fenómeno sólo vernáculo ni exclusivo de la personalidad patológica del presidente Milei, también ha ocurrido en Brasil con Jair Bolsonaro, en Israel con Benjamín Netanyahu y en Estados Unidos con Donald Trump.

En una época donde la posverdad embriaga la mayor parte de los ámbitos sociales y la denostación es la actitud preferida del presidente y sus aliados, el desprestigio de la Argentina como país avanza a pasos agigantados. Discusiones sin fundamentos, dirigentes que twitean sin chequear, difamaciones infundadas y agresiones naturalizadas nos van llevando a raudamente a convertirnos en un país bananero.