04 10 astiguetaPor Sebastián Aguirre Astigueta

Las recientes declaraciones de uno de los referentes de La Libertad Avanza, Benegas Lynch, sobre el derecho de los padres a no mandar a sus hijos a la escuela y bloquear a su entera libertad, la obligación de enviarlo para su formación al sistema público educativo, coartando la satisfacción de ese derecho, solo por el hecho de obligarlo a servirse de ellos para producir “en un taller”, reaviva una polémica acerca del atomismo con que los libertarios tradicionalmente han concebido la libertad política y la crítica consecuente que puede hacerse desde otras visiones alejadas de tal individualismo, en que la educación es obligatoria.

Sin despreciar el valor del individuo “persona” y su autonomía, todo ser humano es a la vez gregario y social, cuya definición también la da la pertenencia a una sociedad como la Argentina, que es la que da origen a la formación de aspectos de su identidad y asimismo facilita o pone límites al ejercicio y desarrollo de su libertad, en el marco del derecho. El individuo no existe aislado sino en ese marco político y social común que importa también –quiérase o no- una comunidad de valores que anima e impone al individuo asumir compromisos con valores colectivos, como son la adecuada crianza de los hijos, el desarrollo de sus potencialidades o la solidaridad entre miembros de una familia. En Argentina esos valores son los de la formación integral y el pleno desarrollo hasta el máximo de las potencialidades, que la educación da a la persona humana.

Como dice Domènech, “Estos valores poseen características especiales, en el sentido de que no pueden ser disfrutados por los individuos con independencia de los demás, son necesarios vínculos fuertes dentro de sus miembros. Por este motivo, la comunidad no puede ser presentada como un mero agregado de átomos que mantienen relaciones mutuas sólo en la medida en que dichas relaciones contribuyen a la consecución de los intereses de cada uno de ellos. Para los comunitaristas, los miembros de una comunidad compartirán, al menos, una noción sobre el bien común y ciertos vínculos afectivos de estimación. Desde luego, en las relaciones comunitarias se modifica el punto de equilibrio, no rige el principio de «a cada quien, según su contribución», como sucede en las relaciones de intercambio egoísta, sino que apenas nos importa la contribución del otro; a lo que atendemos es a sus necesidades" (Antoni Domènech, «Individuo, comunidad, ciudadanía», en José Rubio-Carracedo, Retos pendientes en ética y política, Madrid, Trotta).

Parece pensar Benegas Lynch a ese “padre” abstracto, en forma aislada, sólo por satisfacer su ánimo y sus intereses personales, o la del átomo familiar que administra con mano de hierro, desvinculado de la comunidad o sociedad que le da cobijo, a él y a su hijo, y que ha fijado ciertas reglas comunes en base a ciertos valores, de cumplimiento obligatorio, algunas de base convencional como el Tratados de Protección de los Derechos del Niños y otras con una base casi contractual, como la propia Constitución Política del Estado del que participa como diputado de la Nación (la Confederación Argentina).

Por ejemplo, en la Convención de los Derechos del Niño, la responsabilidad otorgada a los padres está vinculada al requisito de que actúen en el interés superior del niño. Nadie en su sano juicio interpretaría que el interés superior del niño sería cumplir la manda de trabajo infantil así sea a la orden del padre y no proveer a su desarrollo formándose en la educación necesaria para afrontar las necesidades de su vida. La Convención reconoce el derecho del niño a la educación y estipula que la enseñanza primaria debe ser obligatoria y gratuita para todos. "Los Estados Partes convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a: a) desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad metal y física del niño hasta el máximo de sus posibilidades".

A su vez, en materia de educación, la Constitución Nacional -otra de las mandas que el diputado desconoce abiertamente con su posición filosófica libertaria- exige a las provincias asegurar la educación primaria de sus niños, como uno de los presupuestos de la garantía federal del goce y ejercicio de sus instituciones (art.5), y les otorga atribuciones para promover la educación, la ciencia, el conocimiento y la cultura (art.125) de la que son beneficiarios todos los argentinos, en especial los niños y adolescentes de la República.              

En el Art. 121 la Constitución también ordena que los gobiernos provinciales y la Ciudad de Buenos Aires deben planificar, organizar, administrar y financiar el sistema educativo en su jurisdicción, según sus particularidades sociales, económicas y culturales.

A su vez, el Estado Nacional tiene el deber y la atribución de dictar planes de instrucción general y universitaria (artículo 75, inciso 18 de la Constitución Nacional) y sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y locales (art. 75, inc. 19 de la Constitución Nacional).

Todo este sistema legal, por el que por un lado se establece como derecho humano de niños y adolescentes, el de asegurar el desarrollo de la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física hasta el máximo de sus posibilidades y por otro lado los deberes y responsabilidades de los Estados de establecer un sistema para asegurar los derechos, hace inaceptable la pretensión atomista del diputado Nacional, profundamente disvaliosa y en infracción a los valores y garantías de nuestro sistema de derechos, en perjuicio de ese niño abstracto, condenado a servir a los padres y no a forjar su futuro, en genuina libertad.