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Por Pablo Borla
Los argentinos contemplamos como las historias de repiten, los procesos se reiteran, cambian las formas pero no los fondos y seguimos cada día empujando una inmensa roca en la montaña que parece venírsenos encima cuando estamos por llegar.

Sísifo es un famoso personaje de la mitología de la Antigua Grecia perteneciente a la tradición homérica, creada alrededor del siglo VIII a.C.


Siendo un gobernante despótico y muy aficionado a desobedecer a los dioses, luego de diferentes circunstancias que describe el mito, es castigado por Zeus.


La penalidad consistía en empujar una gran piedra redondeada desde la base de una montaña hasta su cima para, una vez allí, ver cómo esta caía rodando de nuevo hasta el punto de partida. Y tener que volver a empezar, eternamente.
El filósofo Albert Camus representa a este mito como una metáfora de la justificación de la alternativa del suicidio, ante la imposibilidad de encontrarle un sentido cabal a la existencia, cuando el ser humano se hace un planteo honesto acerca de ella, que lo lleva hasta el absurdo.


La contemplación del devenir de la historia nacional nos enfrenta a repensar la existencia de ciertos sucesos cíclicos derivados de la reiteración de conductas que nos ponen una y otra vez frente a las mismas circunstancias.
Como en la película “El día de la marmota”, persiste la sensación de que ya vivimos el momento, condenados a recrearlo para siempre.


Toda enumeración, en el marco de un breve escrito, es fatigosa para el lector y, por supuesto, arbitraria. Nos excusemos de hacerla y aceptemos como una hipótesis que nuestra idiosincrasia melancólica de ser argentinos es una intuición de este devenir circular y frustrante.


Enumerar es, también, un acto crítico que nos hace oscilar entre la melancolía y la historia y esa intuición que acepto como posible nos lleva a un vacío existencial que se nos muestra en la forma emocional de la tristeza.


¿Vivimos, como diría el filósofo Mircea Elíade, sumergidos en un mito de eterno retorno, condenados a reiterar procesos, que ya sabemos como terminan?


Logramos concluir con un ciclo reiterado que alternaba procesos democráticos con golpes militares y en algún momento del optimismo generalizado del retorno a la democracia en 1983, tuvimos la impresión de que salíamos de la rutina de llevar la roca hasta la cima para luego recomenzar ante su caída.


El tiempo nos llevó a ver que los conatos de interrupción democrática habían cambiado de vestido y de escenario pero no de actores y que lo que antes fueran aviones bombardeando la plaza y tanques en las calles ahora eran expedientes acumulados en tribunales afines.


De la misma manera, los gobiernos que podrían citarse, para estar a tono con el lenguaje de las redes sociales y aunque no me guste tal denominación, como de corte liberal y de tendencia populista, van cumpliendo ciclos según fracasen o sucumban.


Y el argentino, harto y frustrado -y también sin muchas ganas de profundizar el análisis- reitera como en una letanía que “A mi me da lo mismo el que gobierne, yo todos los días me tuve y me tengo que levantar a laburar”.


Verdades inconsistentes que merecen estar escritas en el agua pero que terminan cinceladas en el mármol y que se heredan de generación en generación, como tradiciones orales irrefutables, como resignaciones que alimentan el sinsentido de transcurrir en un círculo, cuando soñamos ser parte de una saeta proyectada hacia el futuro.


María Elena Walsh, en su famoso artículo publicado en Clarín, allá por 1979, escribía que “Sólo podemos expresar nuestra impotencia, nuestra santa furia, como los chicos: pataleando y llorando sin que nadie nos haga caso. (…) Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra.”


La escritora lo decía como una forma de queja hacia la censura imperante en tiempos del Proceso militar pero bien vale como un panorama de lo que vemos y escuchamos en las escasas reuniones que la pandemia nos permite o leemos en la extensísima e incalificable literatura de los comentarios de las redes sociales: la frustración que genera odios y desencuentros; la intolerancia que deviene del hartazgo; el miedo de ser los Sísifos contemporáneos que ruedan una inmensa roca, sabedores de que no hay seguridad de llegar a un buen destino.


Históricamente, también fuimos amables y esperanzados seguidores de un líder que nos promete un mejor destino y no valientes, solidarios y fraternales constructores de un destino común.


Será hora de repensar nuestras costumbres, nuestros mitos y nuestras verdades para encontrar otras, para desandar caminos ya recorridos. También, de tener la valentía de romper las cadenas que nos unen a la roca y subir a la cima sin el peso de un pasado que nos duele pero que no debe condenarnos a no ser, a no soñar, a no construir.