Por Pablo Borla
Cada 24 de marzo revalorizamos la memoria como un espejo que nos refleja. No se trata de cualquier espejo ni de cualquier memoria, sino de la memoria histórica de un país que nos dolió, nos duele y nos seguirá doliendo. Y en ese padecimiento está el reaseguro de que quizás nunca más pase, aunque nuestra Argentina hermosa y terrible, querible y a veces decepcionante, haya tropezado en tantas ocasiones con la misma piedra.
De mi infancia, recuerdo algunos silencios: el posterior al anuncio de la muerte de Juan Domingo Perón por ejemplo, que escuché por la televisión en blanco y negro, en la voz grave de un periodista de Canal 11.
No estaba seguro de quien era el fallecido en su dimensión histórica, pero sabía que era el presidente y que era importante.
En mi casa no se hablaba mucho de política delante de los niños, vaya a saber por qué prejuicio. Quizás por temor a su inocente incontinencia verbal en lugares y momentos inoportunos.
Después siguieron otros silencios, ominosos, pesados -incomprensibles para mí- y más tarde supe que se volvieron eternos en las tumbas de muchos que no quisieron quedarse callados.
No me agradaban esos militares que aparecían con mirada dura en la televisión o en las fotos del diario. Prefería a los militares de Billiken y Anteojito, llenos de colores y con la mirada al cielo, dando la vida por la Patria si así lo dictaba el destino.
De a poco me fui enterando por amigos acerca de otros amigos o familiares que se habían ido. No me decían adónde, pero así era. Comencé a escuchar seguido una palabra que hasta entonces no era habitual en mi vida, exilio, y otra que tenía un significado nuevo y terrible: desaparecido.
Y de torturas.
También, que había libros prohibidos que convenía no tener porque te llevaban preso.
La infancia se fue volviendo adolescencia, creciendo instado por la propaganda oficial a ser derecho y humano. Y escuchando decir a las señoras de ruleros en el almacén que aquel que habían atrapado, “algo habría hecho”.
Mi viejo compraba la revista Humor Registrado. Y yo la leía después que él, atraído en principio porque traía dibujos y tiras cómicas diferentes, interesantes. De adultos.
Y en esa grieta, en esa rendija por donde también el periodismo respiraba, pude leer los reportajes de Mona Moncalvillo y los artículos de Luis Frontera, los cuentos de Dolina y admirar las magníficas caricaturas de Cascioli. Y decían lo que no se podía decir. Hablaban de lo que se callaba. De las Madres, por ejemplo.
Ya para entonces sabía que no estábamos en democracia y que había que tener cuidado con lo que uno comentaba, pero también que había amigos con los que se podía comenzar a charlar de estos temas prohibidos y algunos mayores que contaban cosas que los diarios y la revista GENTE no.
Porque la verdad se impone y la memoria se plasma, aunque a algunos no les guste ni entonces, ni ahora.
Parece que hay quienes tienen el Síndrome de Procusto, ese que hace pretender que todo se ajuste a nuestro pensamiento, aunque eso signifique tergiversar la realidad.
Los ideales de nuestra época nos moldean, nos influyen y muchas veces nos definen.
El profesor Manuel Reyes Mate, en sus “Políticas de la memoria”, afirma que “La memoria moral no es recordar el pasado sino reivindicar el sufrimiento oculto, denunciar toda construcción de presente que ignora la vigencia de una injusticia pasada. Para pasar una página, primero hay que haberla leído”.
La memoria no reemplaza a la historia, pero es un elemento imprescindible de toda construcción colectiva.
Las comunidades tratan de recuperar su memoria histórica. Muchas veces de semblanzas, de tradiciones orales, con testimonios de mayor o menor certeza, porque su ADN está allí. Venimos de un pasado que nos define y olvidarlo es olvidar quienes somos.
Por eso el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia comenzó a conmemorarse mucho antes de que el Estado impusiera formalmente el 24 de marzo para hacerlo.
Los espejos que nos venden quienes quieren reconstruir la memoria a su conveniencia, a veces son de feria: deforman y no nos muestran sino como una caricatura, como un boceto, como una vulgar sombra de lo que realmente somos.
Respetar la historia y defender la memoria-parafraseando a Benedetti- como una trinchera, es un legado generacional y un deber para con nosotros mismos y nuestro porvenir.