Por Pablo Borla
Se cuenta una anécdota sobre el General José de San Martín según la cual el centinela de guardia tenía órdenes de no dejar pasar a nadie al polvorín del regimiento con botas herradas y espuelas, ante la posibilidad de que se produzca una chispa contra la piedra del suelo. Para probarlo, San Martín fue dos veces con ese calzado y fue detenido por el guardia. Tras ello, el general se presentó con alpargatas y le dio una onza de oro al soldado, quien había puesto a una instrucción suya como ley del lugar por encima de cualquier persona.
La ética define el comportamiento humano y lo vincula con las nociones consensuadas de lo que está bien y lo que está mal, de lo correcto y lo incorrecto. Sus principios guían nuestra interacción moral e indican el camino de la búsqueda de esa agradable entelequia que denominamos “bien común”.
Podemos hablar de nuestro querido país y el encuadre ético del accionar de la política, simplemente por ser el lugar por el que transitamos nuestra existencia y el que más conocemos. Pero un análisis puede ser válido universalmente, ya que a plena vista se puede notar en todas las comunidades -aún en las que más valoran los principios éticos en el ejercicio de gobierno- que la relación entre la ética y la política se tensa y se relativiza, alejándose de términos absolutos para buscar un encuadre que puede acomodarse como un justificativo que valida la pragmática típica de la política, creando una variedad de éticas autoreferenciales y de ello, autojustificadas.
La politóloga argentina María de los Ángeles Yannuzzi , en su artículo “Ética y política en la sociedad democrática” expone criteriosamente que “La relación entre ética y política en la democracia moderna no deja de ser tensa y peligrosa, ya que esta última introduce un fuerte relativismo moral que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones propias de toda sociedad compleja, no puede ser sostenido en el campo de la política. Es aquí cuando el poder, al penetrar la dimensión ética, introduce en ella la más grande distorsión, ya que el discurso de la ética se convierte en una mera forma de justificación del poder”.
Una nación en la que rige el estado de derecho pone especial atención en diseñar normativas que son generales y que se formalizan en las leyes, decretos y ordenanzas. Esta formalización persigue un necesario orden y la debida regulación de las interacciones sociales y se basa en imperativos éticos. En ellos, la dignidad y los derechos de los habitantes es privilegiada desde la equidad y la justicia.
Recuerdo una encuesta realizada hace un par de años tanto en Europa como en Latinoamérica acerca de cuáles valores eran principales en las diferentes comunidades. Particularmente en los países de la península escandinava y en algunos otros como Alemania, los destacados en primer plano eran la honestidad y el trabajo, que eran percibidos como impulsores del progreso. En nuestro país, un valor de notable preeminencia eran la viveza y la capacidad de aprovechar oportunidades.
Sin ánimo de especulaciones más profundas, es notorio que en Argentina el vivo se admira. El monstruo televisivo en que se convirtieron los programas de Tinelli se inició mostrando cuán vivos éramos indicándoles mal las calles a los extranjeros, burlándonos de los taxistas, haciendo “osssooo…” al dejar la mano tendida amistosamente, al aire.
Todo un termómetro del éxito.
El general San Martín premió al soldado para el cual las leyes se cumplen aunque sean los generales los que quieran violarlas.
Si una comunidad admira al que retruca rápido en la payada o en la ocurrencia del barrio; si adelantarse en la fila o quedarse con el vuelto ajeno habla de lo vivos que somos; si el pecado de la información privilegiada o el contacto influyente que nos beneficia se hace venial porque es general, lo que en profundidad nos estamos diciendo es que sólo vale la pena la salida individual y no el interés colectivo.
Y una Nación no es una suma de individualidades que tratan de sacar la mayor ventaja posible de cada circunstancia sino un acuerdo unánime que los reconoce fraternos.
Y en esa Nación, vale la pena vacunarse antes porque la condena social será escasa y posiblemente la legal, nula.