Por Franco Hessling Herrera
Una reciente condena a terratenientes de viñedos en Francia convoca a reflexiones europeas sobre consumir con mayor responsabilidad cuando se trata de llenar nuestras copas de vino. Si se enteran de que acá las bodegas despojan a comunidades enteras de la población se caen desmayados. A por ello.
Recientemente fueron condenados en Francia un padre y un hijo por la explotación de inmigrantes en sus viñedos, en la zona de Burdeos.
En esas tierras y bajo la firma de EG-Vitiprest se producen algunos de los vinos más costosos del planeta, aunque en su proceso productivo se involucre la explotación de personas a condiciones consideradas como la “esclavitud moderna”. No sólo en los viñedos, claro está, también en todas las actividades de la industria agricultora.
Jilali y Larbi El Guazra fueron los condenados por explotar trabajadores de origen marroquí, a quienes extorsionaban porque sabían que estaban indocumentados. De esta forma, los africanos transigían a condiciones de existencia en los viñedos que algunos medios europeos han calificado como “infrahumanas”. Es una práctica que ha sido calificada como trata de personas, por lo tanto, una forma de esclavitud.
Tal cual una columna reciente publicada en el británico The Independent, con la signatura de Rosamund Hall, el llamado a conocer las condiciones de producción y explotación de lo que llevamos a nuestra mesa representa una noble tarea como consumidores. No podremos vencer a los grandes latifundistas, que en los valles calchaquíes ha incurrido en estragos tan oprobiosos como la tortura contra originarios con los que tenían conflictos territoriales, pero al menos podemos elegir qué vinos llenan nuestras copas. Nos atrevemos a una traducción de ciertos fragmentos del texto de Hall, para que quede claro que ni la alegría es sólo brasilera ni la miseria es toda sudaca:
Disfrutar una copa de vino es una de los placeres más simples y grandiosos. (...)
Este caso en Burdeos [el caso citado más arriba] puso en el centro de la crítica y la discusión a la industria vitivinícola (tanto como a toda la industria agropecuaria) por la explotación laboral generalizada y el tráfico humano.
En Italia, un numero de investigaciones se están llevando a cabo sobre caporalato, un término que a la intermediación ilícita para la provisión de trabajadores a empleadores con un "sistema gansteril". En Italia, este sistema ha crecido desde principios del 2000, cuando el gobierno italiano aprobó leyes que permitían el subempleo. Sin que ello sorprenda, los trabajadores indocumentados fueron los más vulnerables a quienes se buscó para explotar la falta de responsabilidad y transparencia alrededor de las prácticas de subcontratación.
Ha habido escándalos en la región italiana de Langhe relacionados con caporalato. Aquí, los precios de la tierra son astronómicos y una botella de vino de esa región, como barolo o barbaresco, puede costar fácilmente más de 100 libras, y algunas veces más de 1000 libras. Este es un marcado contraste para algunos trabajadores que reciben una paga tan escasa como 3 euros por hora, y que viven en condiciones miserables.
A pesar de los varios casos de caporalato que han sido investigados en años recientes, sindicatos, activistas y abogados creen que ello es sólo la punta de un iceberg. Y, a diferencia de otros sectores, el caporalato en la industria vitivinícola ha sido mucho menos investigado y expuesto, y las autoridades afirman que es más difícil de investigar dada la escala que ocupan las personas explotadas en esos entornos de trabajo.
Pero ¿qué podemos hacer como consumidores? Bien, para comenzar, necesitamos empezar a hablar más acerca de esto y cuestionar a las personas a las que les compramos nuestro vino.
Es dificultoso conocer donde empieza, pero los debates y cuestionamientos son un punto de partida esencial para reclamar más del vino que bebemos. Nadie quiere que se deje en su boca el sabor amargo de la explotación, y sin la contribución de los trabajadores que recogen las uvas, nuestras copas estarían vacías.
Si como consumidores de primer mundo, ellos se apenan de los explotados en los campos agropecuarios, y en particular de viñedos, qué grado de alerta nos asaltaría a nosotros que estamos acostumbrados a sociedades con una subocupación y mecánicas de esclavitud moderna pasmosas. El legislador del Parlasur por Salta, el libertario Alfredo Olmedo, por ejemplo, está acusado de esclavismo en sus olivares de La Rioja. ¿Cuán legítimas serán las relaciones laborales en los Valles Calchaquíes de Salta, donde, por ejemplo, patoteros contratados por la Bodega Puna perseguían a comunidades diaguita-calchaquíes en Cachi? Como dice la colega de The Independent, le exijamos más al vino que llevamos a nuestra mesa. Le exijamos moral humana para no convertirnos en los sepulteros del mundo.