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05 25 chile

El proyecto de la Asamblea Constituyente admite el derecho a la energía mínima vital, asequible y segura, y apunta a diversificar la matriz añadiendo energías renovables y garantizando el bajo impacto ambiental. En contraste, el modelo de mercado del país está orientado de lleno a considerar la energía como una mercancía para el lucro.

Por Franco Hessling

La Asamblea Constituyente de Chile dio a conocer hace pocos días el primer borrador del proyecto que se plebiscitará el próximo 4 de septiembre y que promete refundar las bases del estado chileno –al decir de los constitucionalistas, poder constituyente originario. En el artículo 21 del apartado “Estatuto constitucional de las aguas” aparece una figura jurídica poco usual hasta el momento: el derecho a la energía.

Si bien se lo ha venido discutiendo en ámbitos académicos y se lo ha acogido en algún que otro instrumento jurídico -por ejemplo, en el fallo de la Corte IDH Río Negro vs. Guatemala-, el derecho a la energía no aparece en ninguna constitución ni forma parte de la doctrina de jurisconsultos. En cambio, su desarrollo como concepto viene empujado desde el movimiento ambiental y a partir de los sistemas y colectivos de derechos humanos de óptica crítica (sí sí, lector antiimperialista, hay derechos humanos más allá de la ONU).

Hasta el momento se entiende el acceso a la energía asequible -barata- y segura como un derecho instrumental del derecho humano a la vivienda adecuada (art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Comparte esa característica con el derecho al agua (fallo de la Corte IDH en Lhaka Honhat vs. Argentina) y es, entonces, un derecho de aplicación progresiva y con “obligaciones de hacer” para los Estados. En otras palabras, no está supuesto que porque el derecho está consagrado como derecho humano deba estar plenamente cumplido -progresividad- y se da por hecho que para su cumplimiento amerita de acciones concretas de las administraciones estatales -inversión, desarrollo industrial, tutelaje, subsidios, etc.

Los servicios de energía que se vinculan con la vivienda están plasmados en lo más cotidiano de la vida diaria: asearse, limpiar, almacenar y cocinar alimentos, calefaccionar el hogar y, hoy en día, también comunicarse a través de tecnología inteligente. La electricidad y el gas, entonces, son “servicios sociales necesarios” (el citado art. 25 de la DUDH) que dan contenido al derecho humano a la energía. En los términos del borrador de la Asamblea Constituyente trasandina, tener “acceso equitativo” a un “mínimo vital de energía asequible y segura”.

La propuesta chilena avanza en el contenido del derecho a la energía, allende los límites de los “servicios energéticos” de la vivienda adecuada, trazando el horizonte de diversificar, descentralizar y distribuir la matriz energética, incorporando las energías renovables y garantizando un bajo impacto ambiental. Además, declara que “la infraestructura energética es de interés público”. Digamos que el derecho a la energía del proyecto constitucional chileno recupera el impulso de lo que se viene discutiendo en el mundo como “transición energética”. Esta transición tiene, ciertamente, menos prensa que el “cambio climático”, pero es la otra cara de esa misma moneda.

La transición energética sin perspectiva eco-social, en palabras de Svampa y Viale en “El colapso ecológico ya llegó” (2020), no es otra cosa que gatopardismo –cambiar para que nada cambie. En mucho dependerá de que la racionalidad imperante durante la transición no sea greenwashing empresarial o infames letras muertas como el Green New Deal. Pero, admitámoslo, todavía no estamos listos para esa discusión -la tribuna grita “Vaca Muerta, Vaca Muerta” y los intelectuales orgánicos del régimen nacional se deshacen en elogios hablando del gas como “combustible puente” y del hidrogeno verde como promesa fehaciente.

Para cerrar, entonces, retomemos el análisis exclusivo de la iniciativa chilena a la luz de esas contradicciones que presenta el problema energético: Chile podría convertirse en un estado señero al admitir el acceso a la energía como derecho. Paradójicamente, dado que no hay por qué concluir con asertos unívocos, el modelo de servicios de energía chileno tiene un fuerte enfoque comercial, donde la energía es considerada una mercancía antes que un elemento insustituible para garantizar modos de existencia dignos. De acuerdo a Fornillo, Kazimierski y Argento en su capítulo dentro de “La transición energética en la Argentina” (2022) en el que comparan los modelos argentino, chileno y uruguayo, el de los trasandinos se caracteriza por la “la ausencia de combustible fósil y el fuerte vínculo con el mercado global y con las instituciones internacionales de gobernabilidad [lo que se suma] a las regulaciones que garantizan y ordenan el patrón energético-mercantil e incluso la importación libre [y resultan en] componentes centrales que cimentan una transición energética corporativa” (p. 137).

Estemos alerta: el derecho a la energía y la transición energética son declamaciones que, sin discutir su contenido al detalle, corren el riesgo de banalizarse y conducir a una reafirmación “verde” de los esquemas de desigualdad y marginación existentes.