columna maroccoEsta semana muchos nos alegramos por la victoria de Lula en Brasil, aunque también hay que reconocer que fue una victoria de esas que se festejan a medias. Una victoria ajustada frente a un Jair Bolsonaro que rompió toda previsión y encuesta, e hizo una elección histórica, quedando a tan solo unos pocos puntos del líder del Partido de los Trabajadores.

Por Antonio Marocco

Así las cosas, la elección fue para Lula, el líder social metalúrgico que volverá a ocupar el palacio del Planalto y a gobernar el país más importante de América del Sur en términos de PBI y desarrollo.

Bolsonaro empezó su campaña con apenas un cuarto de aceptación sobre una gestión que negó la pandemia y empujó a millones de brasileros a la pobreza. Sin embargo, terminó rozando los 49 puntos.

Por un lado, luego de la primera vuelta, endureció los ataques y la difamación contra su adversario -fiel a su estilo reaccionario-. Por otra parte, desde el Gobierno, impulsó con urgencia políticas redistributivas que siempre había denostado para acercarse a los sectores populares. Y llegó, finalmente, a la locura de no reconocer abiertamente al ganador de la elección.

La experiencia de Brasil y la consolidación de los espacios abiertamente reaccionarios como opción de poder concreta y con altos índices de adhesión electoral no deja de ser un espejo de lo que está pasando en todo el continente y en el mundo.

El triunfo en Italia de la confesa simpatizante de las ideas de Benito Mussolini, Giorgia Meloni, y el acuerdo que obtendrá por parte de las fuerzas parlamentarias para ser la primera ministra de la tercera economía más importante de Europa confirma la tendencia.

La derecha ha abandonado su vieja tradición de operar por fuera de la política tradicional o a través de la infiltración en los movimientos populares. Ahora, se estructura y se exhibe con orgullo al calor de consignas provocadoras que desafían los contratos sociales basados en los principios de igualdad, justicia y libertad. Valores que ha rubricado mayoritariamente la civilización occidental y que marcó el progreso del siglo XX tras vencer a las diferentes versiones totalitaristas en sus versiones más extremas.

Curiosamente, la libertad es el valor que a partir de una interpretación forzada ampara en sus discursos tanto a neoliberales como a reaccionarios que conforman la nueva derecha alternativa.

En “¿La rebeldía se volvió de derecha?”, un libro reciente que analiza este fenómeno global, Pablo Stefanoni describe cómo los nuevos movimientos de derecha extrema han sido capaces y exitosos a la hora de disputar la construcción del sentido común en la sociedad moderna.

Explica desde allí -y desde la propia incapacidad del progresismo por acción u omisión- cómo tanto libertarios como conservadores articulan su propaganda a partir de un discurso de odio ante lo que llaman “la mentira igualitaria”; desafiando al pensamiento políticamente correcto, el feminismo, los derechos humanos o el multiculturalismo. Por supuesto, rechazan sobre todo y de manera determinante toda intervención de la política o el Estado en la vida de las sociedades, aun cuando esa intervención esté orientada a proteger derechos o garantizar oportunidades.

El creciente fenómeno de la derecha alternativa en el poder no solo se explica por su potencia propagandística ni por su habilidad discursiva para atraer a ciudadanos desencantados con una democracia liberal y republicana que aún mantiene profundas deudas con grandes porciones de la sociedad, se explica también por la incapacidad de los movimientos sociales, populares o progresistas de proponer un futuro alternativo.

En apariencia, en la batalla cultural por el sentido de la política y el Estado, el discurso de la movilidad social ascendente garantizada por el Estado de Bienestar parecería haber quedado asociado a una propuesta conservadora, preocupada por mantener ciertos alcances ocurridos en el siglo 20.

De esta manera, los gobiernos populares -condicionados por la economía de mercado global- no solo han perdido la capacidad de ejecutar proyectos estructuralmente transformadores, sino también de imaginarlos y proponérselos a la sociedad. Allí es donde la derecha alternativa, sin nada que perder, ofrece provocación, audacia, cambios radicales y promesas de posibilidad para la superación individual.

Es en el campo de las expectativas donde se debate la política. Por eso, más que nunca, el desafío de los movimientos populares no puede pasar por la cuestión de cargos ni por armados electorales. Hay que construir algo más sólido y trascendente, generar nuevas expectativas y garantizar la posibilidad real del progreso colectivo. Es la única oportunidad que tiene la democracia liberal, la justicia y la igualdad frente a los falsos discursos de libertad, para quienes la única premisa es la ley de la selva.