La muerte de Brigitte Bardot, a los 91 años, no clausura solo una vida, sino una forma de entender el cine, el deseo y la libertad femenina. Con ella se va una figura irrepetible del siglo XX, una actriz que nunca fue solo actriz y un ícono que desbordó la pantalla para instalarse en la cultura global.
Su irrupción fue tan fulminante como definitiva. En 1956, Y Dios creó a la mujer no solo la convirtió en una estrella internacional: reventó los códigos morales de su tiempo. Juliette Hardy, su personaje, no pedía permiso ni disculpas. Amaba, bailaba y deseaba con una naturalidad que escandalizó a la crítica y fascinó al público. A partir de allí, el cine empezó a mirar a las mujeres desde otro lugar, aunque no siempre supiera qué hacer con esa libertad recién estrenada.
El magnetismo de Bardot se confirmó en títulos como Los joyeros del claro de luna (1958), donde su sensualidad se volvió más oscura, más peligrosa, y dejó en claro que su presencia iba más allá del impacto visual. Pero el verdadero giro llegó con La verdad (1960). Allí, lejos del estereotipo de sex symbol, ofreció una actuación dramática, intensa y dolorosa. Era una mujer juzgada por un crimen, pero también por su forma de vivir. Bardot mostró entonces que el mito podía actuar —y hacerlo con profundidad.
La fama, sin embargo, tenía su reverso. En Vie privée (1962), esa tensión se vuelve casi autobiográfica: una estrella atrapada por su propia imagen, asfixiada por el acoso mediático. La película anticipa debates contemporáneos sobre celebridad, exposición y salud mental, cuando aún nadie hablaba de eso. Bardot, una vez más, iba adelante.
En 1963 llegó El desprecio, de Jean-Luc Godard. Allí su belleza se vuelve melancólica, casi triste, en una obra clave del cine moderno. Bardot se mueve en silencio entre ruinas emocionales, y su cuerpo —tantas veces observado— se transforma en lenguaje cinematográfico. Ya no se trata solo de deseo, sino de incomunicación, de desgaste, de amor que se rompe.
También hubo lugar para el juego y la aventura. Viva María! (1965), junto a Jeanne Moreau, mostró a una Bardot luminosa y desfachatada, capaz de reírse de su propio mito y conquistar al público desde otro registro. Pero el cansancio ya estaba ahí, creciendo en silencio.
En 1973, con Si Don Juan fuese mujer, decidió retirarse definitivamente del cine. Tenía 39 años y una fama que muchos habrían considerado eterna. Ella eligió otra cosa. Dejó la actuación y se volcó por completo al activismo por los derechos de los animales, fundando años más tarde la Fundación Brigitte Bardot. Esa etapa, tan radical como polémica, consolidó su figura pública y también sus contradicciones.
Bardot fue adorada, criticada, discutida. Fue símbolo de liberación y también protagonista de controversias que marcaron sus últimos años. Pero nada de eso logra borrar su huella cultural. Porque antes de los debates, antes de las correcciones, antes de las etiquetas, Brigitte Bardot fue una ruptura.
Con su muerte, el cine pierde a una de sus imágenes más poderosas. Y la cultura, a una mujer que nunca aceptó ser domesticada por su propio mito.
