En un tiempo en el que los contratos del mercado han sido sacralizados a niveles etéreos, vale la pena preguntar si acaso no es necesario volver a pensar en el contrato social de los argentinos.

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Desde la época del esplendor griego, en los textos del sofista Protágoras o en la República de Platón, ya se reflexionaba acerca de la necesidad de generar vínculos entre los individuos mediados por la aspiración de justicia, la protección de los más vulnerables frente a los poderosos y una meta filosófica-política orientada a la consecución del bien común.

En el siglo XVIII Jean-Jacques Rousseau retomaría estas nociones para escribir su teoría sobre el Contrato Social, en la que postula —a grandes rasgos— que los individuos resignan su estado natural de inocencia y potencialidad frente al soberano (el Estado como forma jurídica) a cambio de participar de los beneficios de la integración, el orden y el cambio social.

Desde entonces, el contrato social ha sido una institución largamente estudiada y discutida, pero a su vez reconocida por todos como la piedra angular del desarrollo de las sociedades occidentales. De hecho, el propio sistema capitalista es parte constitutiva del contrato social de la modernidad. El problema es cuando ese capitalismo —en su forma neoliberal— pierde el sentido porque ya no genera beneficios para el conjunto de la sociedad, o al menos para la mayoría, sino para unos pocos en detrimento de otros.

Jesucristo los habría echado del templo. Como está escrito en otro pasaje de la Biblia: "Yo les aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los cielos. Se lo repito: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos”.

Desde luego que la cita que se le atribuye a Jesús en un diálogo con sus discípulos no se trata de una diatriba comunista, ni de una declaración en contra del capitalismo. Todavía no existían los textos ni de Carl Marx ni de Adam Smith. Mucho menos la escuela austríaca de economía. Los ricos a los que se refería Jesús no eran quienes poseían una vida material acomodada en base a la inversión, el trabajo y la innovación, sino a aquellos que maximizaban su riqueza en base a la explotación del pueblo judío, la usura y la acumulación por medio de la violencia. Se refería a quienes sostienen en la riqueza la impunidad.

Por eso vale la pena preguntarse ¿hasta qué punto ponderaremos los valores de la propiedad privada y la maximización de beneficios por encima de la solidaridad colectiva? ¿Abandonaremos el modelo de Nación que se erigió sobre las premisas del humanismo y la integración social? ¿Nos convertiremos en un país en el que todo se compra y en donde todo se vende? ¿Acaso absolutamente todo tiene un precio?

Estas Pascuas de Resurrección, sentidas al afecto cristiano y a la tradición de nuestro pueblo, se presentan entonces como una oportunidad para reflexionar acerca del contrato social que vincula a los argentinos, sobre la necesidad de volver al humanismo, de entender la vida social más allá del mercado, de valorar el trabajo por encima de la especulación, de reconstruir la certeza de que la justicia, la solidaridad y la protección de los más vulnerables tiene un sentido. Como los mercaderes del templo que rechazó Jesús en vísperas de las Pascuas Judías: un propósito más trascendente que quizás algunos se niegan a comprender.