Por Pablo Borla
Desde los sectores -sociales, políticos, culturales- que provengamos, existe un anhelo común de encarnar esa abstracción que denominamos “argentinidad”, y si fuera posible, representarla.
A esos eternos optimistas, no les tengo buenas noticias: me parece que no existe y probablemente jamás existió.
Cuando se celebró el primer centenario de la Patria, preguntábamos que significaba ser argentino, seguramente recibiríamos una respuesta muy diferente a la que tendríamos si se la hiciésemos a nuestros contemporáneos.
Sucede que la representatividad del ser argentino se ha ido difuminando, afantasmando, no sólo de la mano de la globalidad, sino también de la conciencia de que coexisten en la Patria diferentes modos de sentir lo que nos identifica como una comunidad, como una nación, como hijos de una misma tierra.
Y no es que sólo suceda por estas geografías que compartimos. Hace miles de años, cuando no éramos tan vecinos, podíamos identificar con bastante facilidad a los egipcios y distinguirlos de los chinos, cuando no de los aztecas.
El intercambio comercial y cultural derivado de la mayor facilidad de contacto entre las regiones ha determinado influencias mutuas que hacen difícil distinguir con absoluta precisión las características que definen la idiosincrasia de un pueblo, diferenciándolo de otro.
En Argentina, inclusive, no se vive la relación con la Patria de la misma manera en el Puerto que en el Norte o el Litoral.
¿El tango, nos representa a todos? O será el locro, o las empanadas, o las tonadas cuyanas…
En ese sentido, parecen compartir características similares porteños y uruguayos, más que porteños y jujeños. Y si decimos que somos un crisol de razas, que la argentinidad es toda esa pluralidad, lo que estamos diciendo es que en realidad no es nada.
La argentinidad parece ser más bien un anhelo y es en el arte, quizás, en donde encontremos un poco más de coincidencias y no porque el arte pampeano y el tucumano tengan numerosas similitudes sino porque ambos, como la argentinidad, son arbitrariedades conceptuales que tienen la necesaria elasticidad que requiere el anhelo de nacionalidad.
Tengo un familiar, hijo de madre francesa y padre argentino, que vive en Barcelona y habla, según corresponda hacerlo, en francés, castellano, catalán o inglés. Un ciudadano del mundo, que nació para disfrutar de lo que nos hace humanos y en ello, las fronteras se vuelven meros caprichos geográficos, que se agrandan o encogen para algunos fines u oportunidades. Y de ello es testigo el Mercado Común Europeo, el Brexit y el vapuleado MERCOSUR, que viene anhelado desde la época de San Martín y Bolívar.
Tengo mis dudas acerca de la necesidad de definir un perfil nacional. Creo más en los objetivos comunes, en el pasado que compartimos (aunque esa historia la hayan escrito los vencedores) y en el futuro que soñamos.
Podemos juntarnos a veces, cuando nos ponemos una camiseta de bastones celestes y blancos, como en los actuales Juegos Olímpicos o en la Copa América y nos hacemos hinchas del mismo equipo por un rato.
Y damos rienda suelta al festejo o a la frustración, y si ganamos nos encontramos en la plaza a gritar, a abrazarnos, a disfrutar de esa hermosa ilusión mentirosa de sentirnos hermanos.
No es forzoso definirnos para comprendernos, para comprehendernos.
Basta con sentirlo.