08 04 casallaPor Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)

No es mi costumbre amigo lector, pero permítame comenzar por una confidencia personal. Cuando mi amigo y director de “Claves”, Pedro González, me invitó a escribir una nota sobre Arturo Jauretche para el número 100 de su revista, mi alegría fue doble.

Primero porque esa publicación cultural (que con mucho amor y de manera casi artesanal hacían junto a su mujer Yolanda Fernández Acevedo en una pequeña pero concurrida oficina de calle Caseros, a pocos metros de la Plaza 9 de Julio) había alcanzado esa cifra inusual entre nosotros y segundo porque de Salta había yo charlado largamente con don Arturo, aquí en Buenos Aires, una calurosa tarde del verano de 1974, que empezó siendo sólo un cafecito y terminó en una larga cena con otros entrañables amigos. Pero dejemos esto último para otra oportunidad. Para escribir esa nota en la revista “Claves” estuve rastreando largamente la relación de Jauretche con nuestra provincia, que ahora glosaré aquí.

La segunda batalla yrigoyenista

Don Arturo Jauretche llegó por tren a Salta -previa escala política en Santiago del Estero- en noviembre de 1927, para participar de las elecciones de gobernador que tuvieron lugar el 4 de diciembre de ese mismo año.

Vino a hacer campaña por la fórmula de la Unión Cívica Radical, que entonces encabezaba el Dr Julio Cornejo, la que a la postre resultó triunfante en aquellos comicios bravos. El resultado fue ajustado: 9605 votos para la UCR, contra 9247 de la Unión Provincial. Ajustadísima, pero había sido “su” primera victoria política; algo fundamental porque el grupo de jóvenes bonaerenses que venían al NOA a ayudar en las elecciones de gobernadores de Salta, Santiago del Estero y Tucumán, había sido comisionado en persona por el mismísimo Hipólito Irigoyen, quien los recibió y arengó en su mítica casona de la calle Brasil. Y no era cosa de desobedecer “al Viejo”, como cariñosamente lo llamaban.

Jauretche, medio siglo después, estaba orgullosísimo de haber ganado en Salta, triunfo que al mes siguiente se repetiría en Tucumán, donde el 15 de enero de 1928 la fórmula de la UCR encabezada por el Ing. José Shorteix obtiene 38686 sufragios, frente a los 19950 del Partido Liberal del Ing. José Padilla.

Antes de relatar esa aventura salteña de Jauretche, permítaseme dar un panorama del contexto político nacional en que se desenvolvía el segundo acto del drama yrigoyenista. Siete meses antes de ese viaje a Salta, en Buenos Aires el alvearismo había consumado su deserción ideológica, aliándose con sus tradicionales adversarios: el enemigo había dejado de ser el Régimen (“falaz y descreído”) para ocupar ese lugar el denostado “personalismo de Yrigoyen”. Por ello, “para salvar a la nación de la siniestra amenaza” –como dicen en su documento fundacional- se crea la Confederación de la Derecha, que concentrará todas sus fuerzas en la fórmula antipersonalista de un Frente Único.

Así, por invitación de Julito Roca, presidente del Partido Demócrata de Buenos Aires, se reúne el alvearismo radical con representantes de los conservadores bonaerenses y sanjuaninos, los autonomistas y liberales de Corrientes, los liberales de San Luis, Mendoza y Tucumán y los provincialistas de Salta, naciendo así esa Confederación de Derecha, sin duda un antecedente de la “Unión Democrática” de 1946.

Poco después la convención antipersonalista de la UCR –con la intervención directa del entonces presidente de la República, Marcelo T. de Alvear- consagra, el 27 de abril de 1927, la fórmula “impersonalista”: Vicente Gallo-Leopoldo Melo, apresuradamente bautizada como “fórmula de la victoria”.

Don Hipólito como siempre, observaba estoicamente desde su piecita en la calle Brasil y sabía que las elecciones a gobernador –que precederían a la gran batalla presidencial de 1928- serían claves. Operarían como bola de nieve, en una u otra dirección. En este contexto había que ganar Salta en los comicios de diciembre de 1927 –los primeros de una larga carrera de elecciones provinciales- y después Tucumán, al mes siguiente. En pos de ese objetivo un grupo de jóvenes visita en 1927 al presidente Yrigoyen y alentados y cautivados por éste, salen dispuestos a viajar al norte para ganar las elecciones. Entre ellos ya se destacaba Jauretche, cuyo nombre sonaba fuerte en la militancia de Buenos Aires.

 

Salta no era una fiesta

No era Salta una provincia precisamente yrigoyenista. Mientras Yrigoyen era gobierno nacional, en Salta gobernaba Abraham Cornejo, retomando un largo ciclo conservador iniciado por el emblemático Robustiano Patrón Costas en 1913. Pero el gobierno de Cornejo no llegó a buen puerto, Yrigoyen intervino la provincia en 1918, designado interventor federal a Emilio Giménez Zapiola. En ocho meses Salta tuvo tres interventores federales, el último de los cuales llama a elecciones, ganando el radical Joaquín Castellanos.

Pero la estabilidad política provincial –tensionada entre radicales y conservadores- estaba lejos de lograrse. Castellanos pide licencia a los dos días de asumir, luego retoma el mando y tras cartón pide una nueva y más prolongada licencia, períodos en los que es sustituido por el presidente del Senado provincial Juan B. Peñalva.

En 1921 Castellanos renuncia, en medio de la instauración de un juicio político promovido por los conservadores. Yrigoyen no se amilana y vuelve a intervenir la provincia, designando Interventor Federal a Arturo S. Torino, quien convoca a elecciones que vuelven a ganar los radicales. Adolfo Güemes es elegido gobernador, lo hace por tres años y el 1 de mayo de 1925 debe entregar el mando a un nuevo conservador que ha ganado las elecciones: Joaquín Corbalán, quien gobernará Salta, con mano dura, hasta el 1 de mayo de 1928, en que cederá el gobierno al radical Julio Cornejo, hasta la revolución militar del 6 de septiembre de 1930. Para trabajar a favor de esta candidatura radical, viajó a Salta en noviembre de 1927 el joven Arturo Jauretche.

 

Las vivencias salteñas de Jauretche

Lo primero fue el impacto que le produce la miseria en que vivía el hombre común: “En la quebrada de Lesser, en el departamento de La Caldera –relata Jauretche- he pasado con Adolfo Güemes por la finca de Luis Patrón Costas y viendo ranchos sin puertas y sin techos, le he preguntado al nieto del prócer qué significaban. Don Adolfo me explicó que era una vieja institución: el amo proveía las paredes y el suelo y el paisano traía las puertas y el techo que se llevaba al irse. A cambio de esa vivienda, debía prestar servicio personal en la finca. Era casi el siervo de la gleba”.

Las charlas frecuentes con algunos descendientes directos del General Güemes -entre acto y acto militante- le proporcionan su primera “gran lección de revisionismo histórico in situ”, además de fortalecer su amor por la justicia.

“De otro Güemes, don Luis –contará luego Jauretche- escuché el relato de un verdadero Estatuto del Gaucho que había implantado su antepasado, el caudillo, para proteger a sus paisanos cuando amurallaban con sus pechos el frente Norte de nuestra independencia. Cuando murió, esa institución, rastreada vaya a saber en qué reminiscencia visigótica, cayó en el olvido”. Para proteger esa memoria juvenil dirá -en “Los profetas del odio”, escrita en 1957: “Y después se preguntan por qué el gaucho apoyó a los caudillos. ¡Qué civilización y barbarie y qué niño muerto! El caudillo era el sindicato del gaucho”.

Síntesis tan suya que, con variantes, será una de las frases más citadas de la política contemporánea, al menos de aquella que, como él, se empecinó en no perder contacto con la realidad nacional y popular. Y en la Tercera Edición de esta obra, escrita en 1967, pone una nota al pie de esa afirmación, en la que remite al libro Güemes. Leyenda y realidad, de Juan Manuel de los Ríos, publicado en Salta, en 1966. Seguramente éste le debe haber remitido a Buenos Aires su libro, que evidentemente don Arturo leyó, además de agradecerle –en esa misma nota al pie de página 68/69- otros datos históricos que de los Ríos le había enviado sobre el Reglamento Provisorio de 1817.

Con todas estas vivencias salteñas bulléndole en la cabeza y con la alegría de los triunfos radicales en Salta y Jujuy, el joven Jauretche vuelve a Buenos Aires y retoma sus siempre descuidados estudios de Derecho. Tiene esa sensación clara del deber cumplido y además –como pudo y a su manera, siempre tan peculiar- aprovechó el viaje para estudiar Derecho Minero y Derecho Comercial, materias que rinde en la Facultad y aprueba “con lo justo”, en marzo de 1928.

La mesa examinadora de Comercial, era presidida por el Dr. Ramón Castillo, conservador de la primera hora luego presidente de la República. Ese mismo mes, más concretamente el 24 de marzo de 1928, en un acto eufórico que décadas después sigue emocionando a don Arturo -realizado en el teatro de la Opera de Buenos Aires- la convención del radicalismo yrigoyenista proclama la otra fórmula presidencial: Hipólito Yrigoyen-Francisco Beiró.

El domingo 1 de abril de ese mismo año, el yrigoyenismo duplica en las urnas a la supuesta “fórmula de la victoria”: la UCR saca 838.583 votos, correspondientes a 245 electores, mientras que la Confederación de la Derecha (Melo-Gallo) sólo consigue 414026 votos, es decir 71 electores.

Estaba tan seguro don Hipólito de su victoria que, apenas proclamada la fórmula, mandó una nota a la Sociedad de Beneficencia donando sus sueldos como presidente de la Nación “a favor del infortunio disvalido y de la pobreza sin amparo”, igual que durante los seis años de su primera presidencia. El joven Jauretche volvió a derramar una lágrima, igual que cuando Adolfo y Luis Güemes le contaron meses antes en Salta el sentido profundo del “fuero gaucho”.