La frase se escucha por doquier tanto por boca del presidente de la Nación, como también de sus ministros o secretarios. Ante la menor solicitud: “¡no hay plata!”.
Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
No importa cuánto se pida o para qué se pida, la respuesta surge como un latigazo: “plata no hay”.
La suspensión casi total de la obra pública en todo el país se justifica con esa muletilla. He escuchado el otro día a un grupo de chicos entonando repetidamente el “no hay plata/ no hay plata” en ritmo de canción! Pero no faltó un trabajador que me explicara sencillamente: “Plata hay, el problema es que no la tenemos nosotros”, éste intuía mejor de qué se traba en verdad.
Y así empieza una suerte de Gran Bonete: ¿pues entonces, quién la tiene?. El gobierno dice que no la tiene, pero todos los días compra dólares y enriquece las arcas del Banco Central (del cual afirma, a la vez, que va a cerrar porque es gran una caja de estafas, vía emisión monetaria).
El Presidente ha llegado a decir que toda pretensión de justicia social (o cosa que se le parezca) es un despropósito o un pecado ya que califica a su visión económica como “moral”, de aquí que los principios de su singular anarco-liberalismo sean predicados como una especie de credo religioso en combate con algo que difusamente llama el Maligno. Significante a su vez, bajo el cual cayeron desde el Papa Francisco (que sin embargo lo recibió en el Vaticano) hasta cualquier forma de socialismo o comunismo, así como los empresarios a quiénes duramente amonestó en el reciente Coloquio de Davos, en un discurso que seguramente será inolvidable, no precisamente por su calidad, sino por las sonrisas burlonas que suscitó en una sala semivacía. Un verdadero papelón de cabo a rabo.
¿Cuánto vale una vida humana?
Si quisiéramos ir al fondo de la cuestión dejando de lado las anécdotas, es necesario abordar el tema de la escasez, el cual está por debajo de la letanía “no hay plata”. Las obvias razones de este presente pandémico (en varios sentidos) nos han hecho poner casi todas las esperanzas de vida en uno de los productos más exquisitos y deseados de la ciencia y la tecnología modernas: las vacunas. Y cuando hablamos aquí de vida, lo hacemos en su sentido más elemental, la que compartimos con los animales y las plantas, a partir de la cual toda otra forma de vida (la vida humana, por caso) es posible.
Compartimos con ellos esa unidad elemental de la vida sobre la Tierra. Hubo que encontrar la vacuna contra del COVID pronto, rápido y para todos. Y la Argentina en ese momento la encontró. En tanto Macri decía crueldades del tipo “morirán los que tienen que morir”. ¿Se imagina amigo lector lo que hubiera sido campear ese temporal con Milei en el timón del barco?
El viejo dicho popular “primero vivir, luego filosofar” se ha había hecho presente en toda su crudeza, pero la vieja filosofía tiene todavía algo para decirnos. Ya los griegos distinguían dos formas distintas, pero complementarias, para decir vida: la “zoe” (que compartimos con el resto de los animales) y la “bios” (la vida en sentido propiamente humano) de allí derivan nuestros respectivos términos zoología y biología.
Podemos entonces decir que hoy nuestra vida zoológica está amenazada y sin esa vida asegurada, la otra, la norma a la que deseábamos lógicamente volver (nuestra vida biológica) será un imposible. ¡Tan atrás hemos regresado y en tanto peligro estamos, aun cuando nos empeñemos a veces en hacernos los tontos!.
No es la primera vez por cierto que a la vida humana le pasa esto, pero cuando sucede todo cambia, o va a cambiar. En todo los casos hubo una tabla de salvación a la cual nos aferramos para pasar al otro lado: al principio fue la bondad de los dioses, más tarde la segregación drástica (o la matanza lisa y llana) de los apestados y desde que descubrimos la noción de “contagio” (que no es anterior al siglo XVI, o sea hace de esto apenas quinientos años) el relevo en la tabla de salvación lo tomó la ciencia, quien –tanteando valientemente al monstruo de “las fiebres”- terminó por descubrir las ya imprescindibles vacunas.
Tan imprescindible son para salvar nuestras vidas (al menos la “zoológica”) que nuestro calendario cuenta ya con diecinueve vacunas obligatorias. La número veinte seguramente será la que nos inmunice contra el nuevo azote de este verano: el dengue. Aunque no creo que la suma se detenga allí.
La bolsa o la vida
El siglo XVI es también el de crecimiento (firme y a pasos agigantados) de otro fenómeno típicamente moderno: el capitalismo. Un virus eminentemente cultural (por tanto, mucho más amplio que un sistema económico) ese que hoy por hoy nos tiene tan a maltraer como el COVID o el dengue, con la diferencia que –al ser precisamente cultural- enferma algo más que nuestra existencia como especie, sino también aquello que apunta el viejo sustantivo Alma.
En tal contexto nuestra actual tabla de salvación (las vacunas) son un producto, una mercancía, y en consecuencia esa salvación no está ya en los rituales mágicos, ni en los altares de las iglesias (como en las épocas antigua o medieval) sino en los escaparates industriales de los estados productores.
Su valor se llama precio y como toda mercancía están sometidas al idealizado “juego del mercado”. Hoy la vida cotiza en bolsa y sin bolsa no hay vida. Así de sencillo y para el capitalismo, ese juego del mercado lo es de oferta y demanda, detrás de lo cual reina un principio ordenador fundamental: la mencionada “escasez”.
Elevada por la modernidad a la categoría de principio ontológico, la escasez tiene también su propio imperativo categórico. Mucho más cruel que el kantiano el cual, en caso de hablar, diría más o menos esto: “No hay para todos y cuanto menos haya más cuesta”.
Pero la escasez no habla, más bien actúa y ahora la encontramos en plena acción, con un despliegue esplendorosamente real. Por eso mismo es importante que –tomando distancia al menos un minuto de los discursos encubridores y abstractos- pensemos en el uso político de la escasez (la vieja ananke) que utiliza el capitalismo como principio disciplinador de la vida en comunidad (nacional, regional y planetaria).
El dios terrible del mercado
Marx y Freud fueron pioneros en denunciarlo. Uno en el campo de la economía, el otro en el de la subjetividad. Y si la sociedad capitalista ha podido convertir todo en mercado (regido por la supuesta "ley natural” de la oferta y la demanda) es precisamente por promover y alimentar cada día ese principio de una "escasez originaria".
Así, arrinconados a luchar en última instancia por la vida misma, emerge lo peor de nosotros. Si la novela La Peste de Albert Camus, escrita en 1947, se volvió uno de los libros más leídos en los años de pandemia, que no se nos pase por alto ese párrafo donde podemos leer: “Lo peor de las pestes no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda a las almas y ese espectáculo suele ser horroso”. Y el discurso capitalista, vaya si lo es.
Margaret Thatcher (la Dama de Hierro inglesa) a quien Milei cita cada tanto como ejemplo, decía claramente “voy por el alma del pueblo inglés”, esto después de haberle torcido la mano a los trabajadores en la dura huelga del carbón en la cual no dudó ni un instante: despidió a 20.000 mineros y cerró 20 pozos. Pero nuestro Milei está a punto de superarla: ya anunció para los próximos meses cerca de 70.000 despidos en la administración nacional y el remate de empresas al mejor postor.
Muchos trabajadores estatales pasarán seguramente una Pascua nada agradable y también los Jubilados. Nuestro pequeño y terrible Yo, ese que el neoliberalismo vigente llevó a su máximo esplendor, entró en plena acción. Contra de la absolutización de la escasez y volviendo a potenciar la noción de “necesidad humana básica”, fue que en Argentina y luego en otros pensamientos políticos progresistas nacieron, a mediados del siglo XX, filosofías que se inscriben en el paradigma de la Liberación y no ya del simple Progreso o del Desarrollo sin más.
La Filosofía de la Liberación plantea el ideal ético de una “comunidad" (y no ya de una “sociedad”, figura comercial por excelencia) y la necesidad consecuente de contar con un proyecto político que lo vuelva "realidad efectiva" (la Wirklichkeit), aquélla que Hegel pregonara como meta necesaria en su Filosofía del Derecho. Sino todo quedará en bonitas palabras y allí sí que la fuerza (bruta si es necesario!) tornará ilusorio el paradigma de una vida digna y feliz .
Esta vida digna de ser vivida no bajará como maná del cielo, ni tampoco es la que este anarco-liberalismo propone, sino que depende de nuestro esfuerzo y de nuestra inteligencia. Así que, manos a la obra, estimado lector. Todavía no es demasiado tarde.