Acaban de cumplirse 78 años de la elección en la que de Perón gana su primera presidencia (1946-2016). Sin dudas que se inició allí un camino que marcó la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, como antes la primera presidencia de Yrigoyen (1916) había marcado la anterior.
Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Para Pedro González, en memoria
Más aún -ahora a la distancia- está claro que la una y la otra están entrelazadas, aunque sus actuales herederos estén decididamente ocupados en otra cosa y en bandos decididamente opuestos. Los separa precisamente ese “orden conservador” que -a no equivocarse- en América Latina a diferencia de Europa y los EEUU, es sinónimo de Liberal; mientras que gobernantes como Yrigoyen y Perón iniciaban una alternativa nacional y popular, que en nuestra tradición política tampoco tienen nada que ver con nacionalismos o populismos a la europea.
O sea que, si uno se sitúa latinoamericanamente, nuestros liberales (o neo-liberales) son y fueron en realidad conservadores; mientras que nuestros nacionales son lo que en Europa se denominaría (según qué escuela) progresistas, socialistas o revolucionarios. Y cada una de estas cosas, según los tiempos y las idiosincrasias de nuestra plural realidad continental, claro.
Por eso cuando se dice no entender las ideologías del radicalismo o del peronismo (a su vez diferentes entre sí), lo primero que hay que ver es con qué cristales se las está mirando, o con qué categorías se las está estudiando.
Aclarado este elemental punto de partida, el diálogo posterior es mucho más fácil y productivo. Pero volvemos a aquél Perón.
Sin partido pero con un proyecto
Perón gana las elecciones de febrero de 1946 por escasos número de votos (apenas 420.000, hoy hubiera habido un ballotage!). Lo benefició un resabio del viejo orden conservador: la elección indirecta del presidente de la Nación a través del Colegio Electoral, donde sí obtuvo 304 electores, contra apenas 72 de la Unión Democrática (visto también desde hoy, una desproporción absoluta en el mecanismo de reparto!).
Con razón y un dejo de ironía diría Perón décadas después, “aquélla fue mi peor elección”. Tampoco tenía un partido propio que lo respaldase, sino que concurre a ella con la personería del Partido Laborista, más otras dos pequeñas agrupaciones políticas, la UCR Junta Renovadora y el Partido Independiente; su compañero de fórmula era Radical (Hortensio Quijano), pero el grueso de ese partido era el contrincante en la elección; el “partido militar” de dónde provenía, ya no lo consideraba su candidato y lo toleraba porque no tenía más remedio (nueve años más tarde lo derrocaría sin contemplación alguna); y si bien en la clase obrera estaba su fuerte, la conducción formal de los principales sindicatos y de la CGT, estaban muy lejos de aceptar su liderazgo.
Como el escrutinio definitivo tardó casi dos meses, recién el 24 de abril el presidente de facto saliente (Farrell) pudo convocar al Congreso Nacional. Reunido el 29 de abril, allí ya estallaron los primeros conflictos internos, o sea aún antes de haber asumido.
El oficialismo impone allí su número (109 diputados, por sobre apenas 49 opositores, casi todos radicales) y designa a Ricardo Guardo presidente de la Cámara y a Diego Luis Molinari presidente del bloque. Los radicales se aguantan porque tampoco tienen más remedio, pero Cipriano Reyes (líder de Laborismo, el más importante de los tres partidos que lo apoyaron en la elección) se enfrenta al bloque de diputados peronistas en un rumbo de franca colisión. Para peor el electo gobernador de la provincia de Buenos Aires (Domingo Mercante) era un hombre apoyado por Cipriano Reyes y el 16 de mayo ya asumía el cargo (antes que el nuevo presidente, quien recién lo hará el 4 de junio).
Por eso una semana más tarde y todavía desde el llano, Perón da su primera demostración de que está dispuesto a construir el poder que no tiene y necesita, el institucional.
Ordena disolver los tres partidos que lo apoyaron en la elección, para crear una agrupación única (lo que recién ocurrirá un año después). Dos le obedecen: los Radicales Junta Renovadora (del vicepresidente Quijano) y los Independientes, antiguos conservadores y nacionalistas, apoyados en el ’43 por su amigo el jefe de Policía, general Juan F Velazco, entre quienes se encontraban dos apellidos que luego tendrán protagonismo, Alberto Tesaire y Héctor J. Cámpora. En cambio el Laborismo de Cipriano Reyes no le obedece y enfrenta a los peronistas para mantener su identidad partidaria.
Hombre y momento oportunos
O sea que aquél Perón que asumía la presidencia unas semanas después, no era precisamente un hombre pletórico de poder –como se lo presentará después- aunque sí con una firme decisión de construirlo.
En esto radicaba su verdadera fortaleza: sabía adónde quería ir; tenía la confianza del pueblo (que lo plebiscitó en aquella jornada inesperada del 17 de octubre del ’45) y su voluntad individual guardaba consonancia tanto con las necesidades del país, en esa postguerra tan difícil, así como con la nueva orientación internacional. O sea, el hombre justo en el momento justo, algo no demasiado común pero que algunas veces ocurre.
A partir de allí, es que pudo ir innovando y organizando (muy “en su medida y armoniosamente”, como no se cansaría luego de predicar (aunque no siempre con éxito). Porque si algo supo también de entrada –y aún antes que Borges- era que los peronistas no eran personas dóciles, ni fáciles. Lo cual no le molestaba, sino que más bien consideraba un desafío al “arte de la conducción política”, tan diferente de la militar (de la cual provenía) y de las tradiciones partidocracias clásicas (un caudillismo, del que siempre aspiró a diferenciarse).
Sin embargo, en esos largos cuatro meses transcurridos entre la elección y la asunción presidencial, no todo fueron espinas. El gobierno saliente de Farrell tomó sí dos medidas que lo favorecerán: nacionaliza el Banco Central y pone como presidente al empresario Miguel Miranda (25 de marzo de 1946) y, en acuerdo general de ministros, devuelve a Perón a la actividad en el Ejército y lo asciendo a general de brigada.
Esto último lo ponía en un pie de igualdad con la “familia militar”, molesta ya no sólo con la pueblada del 17 de octubre, sino por su “escandalosa relación” con Evita. Lo primero fue clave en materia económica. Miguel Miranda (una suerte de antecesor de lo que sería Gelbard en el ‘73/74) era uno de los pocos empresarios del momento que apoyaban a Perón, con quien había empezado a desarrollar una estrecha relación desde 1944 (cuando era director del Banco Industrial), la cual continuó en el Consejo Nacional de Posguerra (un organismo creado por él mismo, para fijar el rumbo y las prioridades del país en su futuro inmediato).
Ambos coincidieron rápidamente en un credo básico: promoción de la independencia económica del país, mejoramiento de los niveles de vida de la población y desarrollo de la industria nacional y del mercado interno, mediante el acuerdo de obreros y empresarios. Ideas que se plasmarán en el Primer Plan Quinquenal (1947-1951), presentado en el Congreso Nacional ese mismo año (el 21 de octubre de 1946).
Habían pasado sólo cuatro meses de la asunción presidencial, pero no se trató de milagro alguno: se venía trabajando reservadamente desde hacía tres años, con el auxilio de otro ejecutor providencial, el estadígrafo catalán José M. Figuerola, también rescatado de la oscura burocracia estatal de la época.
El camino por delante era escarpado pero no imposible. Perón tenía 50 años y las brevas estaban maduras.