01 14 casallaEn este mes de enero los argentinos recordamos la ocupación británica de nuestras Islas Malvinas. Más precisamente fue el 3 de enero de 1833, hace 191 años, cuando las islas fueron ilegalmente ocupadas por fuerzas británicas que desalojaron a la población local y a las autoridades argentinas, reemplazándolas por súbditos británicos que instauraron desde entonces medidas restrictivas para evitar nuestro reasentamiento.

Por Mario Casalla
(especial para “Punto Uno”)

Desde entonces los intereses ingleses en nuestro país no dejaron de crecer, así como su negativa a discutir la soberanía de las islas a la cual incita la ONU cada año. Sentado en el Consejo de Seguridad, el Reino Unido veta sistemáticamente la resolución de la Asamblea General. Y a otra cosa.

 

Falsas ilusiones

Nadie como el argentino Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1969) para poner al descubierto la trama de los intereses ingleses en la historia argentina y latinoamericana y la forma como estos influyeron en la conformación de nuestras jóvenes (y dependientes) nacionalidades. Supo ver detrás del desarrollo de las ubérrimas pampas argentinas, la mano oculta de la diplomacia y el comercio inglés y sus reales intereses económicos.

Durante la década del ’30 del siglo pasado, estudió con detenimiento y precisión el notable progreso argentino -a cien años de la independencia de España- y llegó a una conclusión inapelable: no es el desarrollo autónomo de un pueblo libre y dueño de sus propias decisiones, sino el de una colonia relativamente próspera, en tanto y en cuanto trabaja como factoría al servicio de Inglaterra.

El caso de los gobiernos de Macri y el actual de Milei son ejemplos palpables del desinterés por la causa Malvinas, más potenciado aún por su actual sociedad política en el ejercicio del poder.

Difícil de advertir, la dependencia económica argentina respecto de Gran Bretaña se expresa escondida en los subterfugios de un patrioterismo más bien declamativo. Así en medio de una Argentina presumida, que creía estar al margen del resto de América Latina, que se veía a sí misma como “la París de América” y que creía por eso mismo estar a salvo de las grandes crisis que se aproximaban a nivel mundial, Raúl Scalabrini Ortiz – “El hombre que está solo y espera”, tal cual reza el título de una obra suya publicada en 1931- denunciaba: “Todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa la historia que nos enseñaron, falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen, irreales las libertades que los textos aseguran”. Y esto no tiene nada que ver con ninguna “maldición metafísica”, ni con ninguna “degeneración congénita” que supuestamente pesara sobre el ser nacional de los argentinos o latinoamericanos (explicación muy a la moda entonces, tómense por casos a Murena o a Martínez Estrada), nada de eso.

Sí tiene que ver con mecanismos muy concretos y reales del despojo económico al que fueron sometidos estos pueblos por el colonialismo inglés cuando éste pudo reemplazar al español. Y lo decía sin medias tintas y sin pelos en la lengua: “La riqueza argentina es aparente, pues el capital extranjero invertido en nuestras tierras, inglés en su inmensa mayoría, constituye una enorme hipoteca que succiona día a día la sangre de los argentinos. Son 19.723 millones que reditúan aproximadamente unos mil millones anuales... El pueblo siente esa mole de números, ignorándolo. Los siente como una presión que lo rodea y desplaza de su propio país y que lo va transformando en un peón de campo que trabaja para que otros medren y gocen a su costa, los siente como una fuerza que lo estrangula y va haciendo de él, hombre libre y orgulloso de serlo, un ilota... Los comerciantes ingleses cumplieron la obra que sus soldados no pudieron realizar en 1806”. Sustituya usted en estos párrafos, amigo lector, la expresión “ingleses” por “norteamericanos”, o “globales” y tendrá una perfecta actualización al presente latinoamericano en esta descripción escrita hace ya muchos años. Y si quiere ser más preciso para el caso argentino, donde Scalabrini dice 19.723 millones ponga usted 150.000 millones (que fue el cálculo oficial de la deuda externa argentina que desembocó en la crisis del año 2001) y verá el camino peligroso que hoy a volvemos recorrer de la mano de Milei/Macri y su autoproclamado “mejor equipo de gobierno de los últimos setenta años”.

Como advertirá, en esta curiosa alquimia colonial argentina y latinoamericana, se cumple también el principio de la energía de Einstein: nada se pierde, todo se transforma. O si usted lo prefiere, piense en el mecanismo freudiano de la “repetición” que –convenientemente potenciado- desemboca en la psicosis (más comúnmente conocida como “locura”).

 

Volver a la realidad

Sin embargo, aquella Argentina opulenta de comienzos del siglo XX estaba orgullosa de sí misma. Más aún, por la boca de algunos de sus prohombres, se vanagloriaba de ser prácticamente una factoría inglesa en Sudamérica.

En 1933 había firmado con Inglaterra un tratado de comercio (conocido como Pacto Roca-Runciman) y los cables noticiosos transmitían desde Londres que el jefe de esa misión comercial argentina (y a la vez vicepresidente de la Nación!), Julio A. Roca (h), decía –sin ponerse por ello colorado- “La Argentina, por su interdependencia recíproca, es, desde el punto de vista económico, una parte integrante del Imperio Británico”. Ante lo cual, un miembro de la Cámara de los Comunes, devolviendo la gentileza, opinaba: “Siendo de hecho la Argentina una colonia de Gran Bretaña, le convendría incorporarse al Imperio”. Aquélla Generación del Centenario aceptaba (hasta con gusto) esa mentirosa propuesta. Esperemos que las actuales sean capaces de reaccionar a tiempo ante las nuevas ofertas de esta Rubia Albión, “postbrexit” y necesitada de compensar en parte su salida de la Unión Europea. Porque tampoco los EEUU nos darán a nosotros la ayuda que sí prestarán a su madre patria y aliada fidelísima (Inglaterra).

Puerto Rico fue la última y generosa excepción que los EEUU le hicieron a un país latinoamericano. Hoy tampoco quieren “estados libres asociados”, sino mercados emergentes y compradores que –conservando sus propios atributos nacionales- sean buenos clientes, algo mucho menos oneroso al estado metropolitano del cual sí dependerán en lo económico y financiero. Por aquellos años 30 del siglo pasado, el entonces asesor “argentino” de los ferrocarriles ingleses que circulaban por el país, sir William Leguizamón, remataba –poéticamente- los cables noticiosos que llegaban de Londres, declarando: “La Argentina es una de las joyas más preciadas de la corona de su Graciosa Majestad”. Frente a tanta obnubilación e hipocresía, el mensaje de Raúl Scalabrini Ortiz era tan sencillo como radical: “Es necesaria una virginidad a toda costa... Es preciso mirar como si todo lo anterior a lo nuestro hubiera sido extirpado”.

Coincidía, sin saberlo por supuesto, con aquella definición de la política que la joven Hannah Arendt venía incubando del otro lado del Atlántico: la política como “el arte de hacerlo todo de nuevo”. Por esto y a pesar de todas esas realidades económicas –o más precisamente, por ellas- en la portada de “El hombre que está solo y espera”, escribía en 1931: “Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías”. Tenía tan sólo 33 años y parafraseando a Paul Nizan no podía precisamente decir que aquélla era “la edad más hermosa de la vida”. Luchador implacable, miembro de la naciente FORJA, es un buen ejemplo para hoy.

Mientras escribo estas líneas el Congreso Nacional debate una Ley Ómnibus de más de 600 artículos y una ristra de DNU que prevé enajenar la totalidad de las empresas públicas que todavía quedan en manos del estado al mejor postor, liberar la totalidad del comercio nacional e internacional al capital extranjero y otorgar al presidente de la Nación “facultades extraordinarias” para todo su período de gobierno, algo expresamente prohibido por la Constitución Nacional. ¡Si Scalabrini renaciera, en el acto se volvería a morir!

Con toda justicia su nombre honra en nuestra ciudad una calle aledaña al un estadio de fútbol y un barrio lleva su nombre. Cuando pase por allí, no deje de recordarlo.