Fue en una casa de Flores al sur donde nació este porteño de cuna, un 23 de enero de 1921. Hace un par de años se cumplió entonces el centenario de su nacimiento. Me parece que todavía no se lo recuerda con el respeto que su obra intelectual merece sobradamente.
Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Argentino de alma y latinoamericano por decidida convicción, ajustó primero cuentas con el Partido Comunista Argentino, en un libro imperdible aún hoy: “Historia del estalinismo en la Argentina” (1969). Luego se hizo trotskista (una respuesta inexorable en primera instancia) pero enseguida se centró en los aportes de Trotski al pensamiento latinoamericano y difundió su obra con avidez de estudioso y con pasión militante.
Su edición de “La revolución permanente y otros textos sobre América Latina” (1962, en una editorial que fundó bajo el nombre de “Coyoacán”, el lugar de México donde Trotski se exilió y sufrió el atentado infame que le costó la vida, representó un aporte invalorable para todos quienes nos íbamos acercando al pensamiento nacional.
Años antes había escrito “América Latina, un país” (1949), que él mismo considera como “la primera tentativa de concebir en términos marxistas el destino histórico de la gran patria dividida”. Polémico como siempre referirá después que “a causa de esa inocente jactancia los diputados Visca y Decker secuestraron dicha obra en 1949, como Presidentes de la Comisión Bicameral del Congreso Nacional” que la había editado agregando –como al pasar- “aunque la lectura no se contaba entre las pasiones privadas de ambos legisladores”.
En 1973 publica su “Marxismo para latinoamericanos” en cuya Advertencia preliminar aclara “la idea rectora que ha guiado al autor en los últimos treinta años: el marxismo en América Latina será latinoamericano o no será”. ¿Acaso porque siempre tuvo conciencia que eso no sería nada fácil de cumplir, entre las citas con que inicia su “Historia del Stalinismo en la Argentina”, puso una triste premonición del mismísimo Marx: “He sembrado dragones y cosechado pulgas?”.
Pero en ese año de 1973 –en que Perón regresa definitivamente al país y la fórmula Cámpora-Solano Lima derrota en las urnas al Proceso Militar- fue cuando Abelardo Ramos terminó de consumar su ingreso al peronismo y su Frente de Izquierda Nacional (el FIP, heredero del histórico PSIN) formó parte de Frente Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI) y así participó de su triunfo. “Vote a Perón por izquierda” fue su perspicaz lema y la boleta del FIP –con el nombre de Perón bien grande- hizo la mejor elección de toda su historia, aunque él bien sabía que esos votos no eran todos propios.
Pero a los dos políticos de raza eso les servía. Muchos votos de la izquierda vinieron por ese lado (y algunos perdió el mismo Ramos por hacerse peronista a su manera) y Perón, por su parte, le sumó a la fórmula sectores que de otra manera no hubieran votado a su Frente. No hace mucho, la entonces vicepresidenta de la Nación –militante universitaria peronista desde joven- deslizó en un acto público que ella en el 73 había votado a Perón desde la izquierda, provocando nuevamente algunos escozores entre sus seguidores. Pero así fue, y fue sin lugar a dudas un acto de inteligencia política de ambas partes. No ocurrió lo mismo cuando, transformado ahora el FIP en Movimiento Patriótico de Liberación, decidió apoya la candidatura presidencial de Carlos Menem en 1989 y luego integró su gobierno como embajador de Argentina en México, anunciando más tarde que se afiliaría directamente al Partido Justicialista, lo cual impidió su muerte física pocos días antes de que eso se concretara.
Pero aquella veterana Izquierda Nacional se rompió, la diáspora de sus principales referentes fue grande y ya nada volvió a ser como era. Rehacer ese espacio aun vacante es una herencia que el chico de Flores, el Colorado, dejó vacante.
Una vida de lucha y peleas constantes
En ese mes de enero de 1921 en que nació Jorge Abelardo, Buenos Aires no sólo ardía por la temperatura de un verano tórrido, sino también por el clima político, económico y social que vivía el país. Hipólito Yrigoyen estaba terminando su primera presidencia, pero ese gobierno -de indudable origen nacional, popular y democrático- daba ya signos evidentes de agotamiento y de contradicciones. Al jurar el cargo de Presidente había dicho “No he venido a castigar ni a perseguir, sino a reparar”, pero en el mes que nacía Ramos, el Coronel Varela ya estaba haciendo de las suyas por la Patagonia (trágica) y diferentes huelgas en el campo y en las principales ciudades del país eran demostrativas de que la semana (también trágica) de enero de 1919, no había quedado del todo atrás. Y esa grieta, esas contradicciones dentro del propio campo nacional, se daban también en el seno del hogar Ramos-Gurtmann.
El papá (Nicolás), siguiendo la línea de su propio padre, era de pensamiento anarquista; mientras que su mamá (Rosa), simpatizaba con Yrigoyen. Cuentan que ésta -con su hermana Elisa- lo habían visitado en la mítica casa de la calle Brasil para pedirle trabajo y que lo consiguió; por eso tampoco es de extrañar que en 1930 –llevando de la mano a su hijo Jorge Abelardo, de apenas 9 años- cruzara en lancha a la isla Martín García y visitara al viejo caudillo allí prisionero para solidarizarse en la desgracia.
En cambio, a los primeros mítines políticos lo llevó su tío Abraham Gurtmann (hermano de Rosa) quien –como recordara luego uno de sus discípulos, Julio Fernández Baraibar- se ufanaba de ser “el socio n°3 de la Cooperativa El Hogar Obrero” y todos los 1° de mayo llevaba a Jorgito a los actos del Partido Socialista. Pero seguramente fue del papá Nicolás (separado luego de Rosa) de quien heredó el Colorado esa combinación de rebeldía y desparpajo que lo hiciera inconfundible, tanto entre amigos como entre ocasionales adversarios.
Cuando uno repasa los muchos proyectos (intentados o realizados, ciertos o atribuidos, a ese niño de Flores que este mes hubiera cumplido 102 años), cómo no pensar en aquél padre anarquista que (a la manera de un personaje de Roberto Arlt) imaginaba poder socavar el sistema capitalista distribuyendo dólares falsos en la calle Florida; o que anunciaba una todavía inexistente máquina de hacer ravioles (con cuyos numerosos pedidos luego no pudo cumplir); o que más tarde hiciera lo propio con un nuevo procedimiento para recauchutar cubiertas de automóviles, en sociedad con otro inventor de la época.
Tengo para mí que sólo combinando –en debidas dosis homeopáticas, claro- aquél histrionismo de papá Nicolás, con el amor y lealtad a lo popular de mamá Rosa, más la militancia blindada del tío Abraham y agregándole, eso sí, varias cucharas soperas de inteligencia penetrante e intuitiva, es posible (acaso) obtener ese producto inconfundible llamado, Jorge Abelardo Ramos.
Atravesó como un rayo siete décadas de la vida política argentina del siglo XX y ya hace muchos años que se lo extraña (falleció el 2 de octubre de 1994). En estos últimos años, con más fuerza aún.
Varios presidentes argentinos y otros latinoamericanos se proclamaron lectores y admiradores de su obra; ésta se lee con inusitado interés entre los jóvenes (está disponible libremente en internet, por decisión de sus descendientes) y muchos de sus otrora cuadros políticos e intelectuales integran las filas del gobierno nacional y de los provinciales.
Es que el Colorado fue en esto un “vacunador” implacable: allí donde vio lo nacional –crecido o en barbecho- inoculó entusiasmo y ordenó a su gente marchar en la misma dirección. Por eso acertó y se equivocó tantas veces, pero siempre del mismo lado: lo popular, lo nacional, lo antiimperialista, lo latinoamericano. A veces peleó de más (dentro y fuera de las sucesivas formaciones políticas que alentó: PSIN, FIP, MPL) pero nunca peleó de menos, ni abandonó la lucha. A veces se alió mal o con quien no debía hacerlo, pero estimo que nunca de mala fe ni por intereses subalternos.
Tuvo un implacable sentido del humor (me consta, lo he tratado personalmente en varios nutridos almuerzos en el restaurante “El Globo”, donde gustaba ir), sentido que siempre lo protegió del bronce, de las solemnidades, de las academias y de los falsos oropeles. Era simpático, cautivante en la charla, implacable seductor y de respuestas tan lucidas y repentinas como –recuerdan también propios y extraños- tan arbitrario por momentos que provocaba odios o adhesiones viscerales. Es que respecto de Jorge Abelardo Ramos uno no puede ser indiferente, ni neutral.
Sucedía con el Colorado -como con un exclusivo puñado de figuras políticas e intelectuales- que las cosas terminaban en el clásico, “tómelo o déjelo”. Sin embargo, si se traspasa ese ato pulsional que el chico de Flores traía desde la cuna como marca registrada, y si uno no se deja arrastrar por sus deliberadas provocaciones y las situaciones de coyuntura que atravesó en su larga vida política, se accede entonces a un hombre y a una obra que aún hoy tienen mucho para decirnos.
No voy ahora a hablar aquí de esa vasta obra escrita con detenimiento (dado que el propósito de hoy es evocar su natalicio), pero permítaseme señalar que debemos a la corriente denominada Izquierda Nacional (de la cual Jorge Abelardo Ramos fue sin dudas uno de sus principales promotores) algunos puntos destacados dentro del pensamiento latinoamericano contemporáneo: 1) haber conectado adecuadamente la cuestión nacional con la cuestión social (algo que los nacionalismos latinoamericanos de cuño conservador no hacían); 2) haber pensado lo social en términos de lucha clases, pero también como pueblos en complejos procesos de liberación nacional (algo que otros pensadores de izquierda del denominado Tercer Mundo, no valoraban todavía en su real dimensión política y cultural); 3) haber comprendido entonces –desde el marxismo y sus variantes ideológicas- a los movimientos populares de liberación y a los partidos políticos latinoamericanos de cuño popular (el peronismo, por caso, en la Argentina).
Hoy por cierto estas cuestiones están mucho más y mejor digeridas, pero en aquellos años Ramos era un predicador (al estilo de Scalabrini Ortiz o de Arturo Jauretche) y un polemista crítico, rebatido tanto por la derecha como por la izquierda del espectro político argentino.
Lo primero es comprensible, lo segundo fue conceptualmente mucho más rico y vocinglero. Generó un debate al interior de ese campo ideológico, como sólo un hombre de esa misma cepa podía hacerlo. El agregado del adjetivo “nacional” al sustantivo izquierda, no fue una herejía que se le admitiera (o admita ahora mismo) fácilmente.
Tan provocador era que –en uno de los tantos finteos preelectorales- despachó al ocasional emisario con una sola y lapidaria frase: “estoy de acuerdo con la unidad de las izquierdas, a condición de que nos excluyan”. Y con el peronismo –su gran interlocutor político de toda la vida- el diálogo no le fue nunca del todo fácil ni transparente. Más o menos lo mismo que a Jauretche.
Acaso su momento de mayor gloria política fue aquélla noche del 23 de septiembre de 1973 cuando el FIP (llevando a Perón en la boleta presidencial de la Izquierda Nacional) sacó casi 900.000 votos, o sea el 12,5% de los que obtuviera el FREJULI oficial. Muchos años más tarde se regodeaba contando que –en una reunión de directorio de EUDEBA, pocos días después- el mismísimo Arturo Jauretche frenó a uno de los directores (que atribuía el éxito del FIP a la confusión del votante al elegir boletas) con una rotunda amonestación: “Pero no diga pavadas, si yo voté por el FIP”. La sonrisa del Colorado debió ser tan grande y tan plena como cuando mamá Rosa lo vistió de punta en blanco para visitar a Yrigoyen en la isla Martín García.