12 24 casallaCon justa alegría celebramos hace más de un década el Bicentenario de la Revolución de Mayo (1810) y luego nos encaminamos hacia otro, el de la Declaración de la Independencia (1816). Son fechas ciertas y hechos concretos, nadie lo puede dudar.

Por Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)

En estos días en que por momentos sentimos que el país está de remate, tironeado por múltiples intereses, con el pueblo caceroleando en varias ciudades y la sombra del nefasto año 2001 sobrevuela el escenario de esta Navidad, cabe preguntarnos por nuestra edad y por nuestro nombre propio. Es un elemental punto de partida.

Por supuesto que el problema no es sólo histórico o académico, sino fundamentalmente político.

Si de nombres de trata, digamos desde ya que el gentilicio “Argentina” (que se terminará imponiendo y usando) tiene dos siglos más que esos bicentenarios; además, ninguno de ellos lo es de la Argentina: vale recordar que la Proclama oficial de Mayo fue de las “Provincias Unidas del Río de la Plata” y que el Acta de la Independencia se hizo como de las “Provincias Unidas en Sud América”. O sea que ninguna de ellas funda propiamente la Argentina, sino una forma institucional dentro de ésta.

El país en cambio ya estaba bautizado y nombrado como tal desde el año 1602, en que Martín del Barco Centenera publica su largo poema histórico “Argentina y conquista del Río de la Plata, con otros acaecimientos de los reinos del Perú, Tucumán y Estado de Brasil”. Allí -por primera vez- se llama “Argentina” a todo este territorio y se usa ese término como sustantivo y no como adjetivo, tal cual era entonces corriente en castellano.

La palabra “argentina” (del latín, argentum, plata), calificaba algo como “claro, reluciente o destacado”; así se hablaba, por ejemplo, de una “voz argentina” o de unas “argentinas manos”. La originalidad del poeta Centenera fue utilizarla como sustantivo y bautizarnos con ese nombre.

Además, designaba al conjunto como “Argentina” y -sólo dentro de él- citaba al “río de la plata” (junto a otros) como un lugar específico y no como el todo, aunque luego casi lo termine siendo, a la vez que luchará con denuedo para evitar la reducción del todo a esa parte: Argentina y no sólo Río de la Plata.

 

Tarea para el hogar

Por lo demás, aquél río fue originalmente llamado “río de Solís” (por su descubridor Juan Díaz de Solís, en 1506) y sólo empezará a denominarse como “río de la plata” a partir de una de las primeras picardías argentinas: hacerle creer a los conquistadores españoles que tal río conducía a unas Montañas de Plata.

Cuando estos se dieron cuenta de la mentira, ya era tarde y estaban demasiado lejos. No les quedó otra que fundar pueblos, construir casas y hacerse “argentinos”. Una verdadera creación, tanto histórica como existencialmente hablando.

En realidad y bien vistas las cosas, nos llamamos por lo que no había: plata, argentum.

Por eso acaso ser argentino, sea tan difícil y tan inquietante. Es que hubo que hacer de aquélla mentira (la plata), una verdad (aunque más no sea provisoria); de la leyenda, una realidad posible; de la nada, un cierto “estar”; del país, una nación, tratando de unir todos sus lugares (con o sin plata). ¿Tendrá algo que ver esto, con que (casi) universalmente se nos reconozca a los argentinos como personas enormemente talentosas y creativas, aunque también como unos “tipos muy especiales”?

Vaya en nuestro descargo -si ello fuera necesario, aunque no lo creo- que después del bautismo insospechado de aquél buen cura extremeño hubo que inventarse una tarea (no un "ser") que se correspondiese con el nombre. Algo que obturase provisoriamente aquélla falta, o la valorizase. Otro poeta nuestro -y mucho mejor escritor por cierto- don Leopoldo Marechal, nos la recordará como pendiente aún cuatro siglos después: “El nombre de tu Patria viene de argentum. ¡Mira que al recibir un /nombre se recibe un destino! En su metal simbólico la plata /es el noble reflejo del oro principial. /Hazte de plata y espejea el oro /que se da en las alturas, /y verdaderamente serás un argentino”. Su poema se llamaba La Patria y fue publicado junto a este río del falso nombre en un mes de junio del año 1960.

 

Una obstinada persistencia

Además es oportuno recordar que la población era aún mucho más vieja que el nombre. Ya había “argentinitos” caminando (por la Patagonia y el borde oriental de nuestra Puna) hacía más de 10.000 años. Habían llegado caminando lentamente desde el Estrecho de Behring y también se quedaron para siempre, como los españoles que bajaron desde el Perú.

Es que aquí se termina el mapa; cuando se llega a este sur del Sur, ya no queda más que hacerse una casa (como sea posible claro), cosa que no fue (ni es) nada fácil por cierto.

Pero volvamos al nombre. Por supuesto que la originalidad de Centenera no consistió en inventar el nombre sino en aplicárnoslo a nosotros. Ese signo ya había dejado sus huellas por la propia Europa: siglos atrás se llamaba Argentina la pequeña villa sobre el río Drina (en la ex Yugoeslavia) que hoy conocemos como Czyvisky; hay y hubo varias “Argentina” en los departamentos franceses de Dordogne, Savoie y Deux-Sevres y también se llamaba Argentina la ciudad de Estrasburgo (capital de Alsacia) en el siglo IX.

Sin embargo el nombre genérico fue poco a poco cayendo en desuso, a favor del más novelesco y atractivo “Río de la Plata”. Cuando en 1592 ya estaba conformado este proto-territorio, la Audiencia de Charcas (donde funcionaba desde 1565 la “Cancillería Argentina”) le puso –por orden del Rey- el primer nombre institucional y sonaba redondo: “Provincia Real del Río de la Plata”.

Como verá amigo lector, nada que ver con el río color de león donde yo escribo ahora estas líneas, sino más bien cerca de donde usted está leyendo este diario, la provincia de Salta.

Y cuando se transformó la Provincia Real en Virreinato, éste se denominó “del Río de la Plata” (1776), sólo que -esta vez sí!- su ciudad capital se puso en Buenos Aires. Fue entonces cuando la Argentina entera giró y su cola pasó a ser su cabeza; de aquí en más esa “boca falsa del Perú” digirió toda la plata que le llegó del Potosí, la puso en barcos del Atlántico (su nuevo frente marítimo) y cuando ésta empezó a escasear declaró orgullosa su Independencia.

A los gritos hubo que recordarle (en Tucumán) que lo era respecto de España pero no del resto de las Provincias Unidas, a quiénes tenía la obligación de gobernar con justicia. Entonces se volvió a llamar al Secretario del Congreso para corregir el Acta y señalar expresamente, que la Independencia lo era de España, “y de toda otra potencia extranjera”; es que los ingleses del puerto (y algunos comerciantes españoles) empezaban a frotarse las manos con eso del Libre Comercio (hoy vuelto a poner de moda por nuestro flamante Presidente). Sin embargo -justo es también reconocer- que fue la heroicidad de ese mismo pueblo de Buenos Aires, quien reflotó la vigencia del gentilicio “argentinos” y otra vez por boca de un poeta.

En 1806, para festejar el triunfo contra los ingleses que habían invadido la ciudad, Vicente López y Planes publicó “El Triunfo Argentino”, en cuyos versos vuelve a utilizar el sustantivo de Centenera: “A vosotros se atreve, argentinos/ el orgullo del vil invasor”.

Siete años después -y ya como autor del Himno Nacional- aquélla denominación queda definitivamente aferrada a nuestra incipiente nacionalidad: “Argentina”. ¡Ah! y por las dudas si la ve a nuestra flamante Canciller, recuérdele que las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur son argentinas y que su capital es la joven Provincia de Tierra del Fuego.