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Hace unos días nuestra provincia fue anfitriona de un evento que reunió a miles de personas y cuyas repercusiones todavía se celebran tanto en Salta, como en Buenos Aires y Roma.

Por Antonio Marocco (*)

Se trata de la beatificación de los Mártires del Valle del Zenta. Dos misioneros de la Iglesia Católica que, allá por 1683, fueron martirizados durante su obra evangelizadora en lo que hoy conocemos como el norte salteño.

El jujeño Pedro Ortiz de Zárate y el italiano Juan Antonio Salinas regaron por entonces con su propia sangre la semilla de la vida contra el odio.

Hicieron posible la convivencia, el encuentro, la armonía y un futuro común -y posible- entre pueblos originarios, criollos y extranjeros.

Tras más de 330 años de aquel brutal acontecimiento, miles de personas de todo el norte salteño se convocaron para celebrar la beatificación de los sacerdotes martirizados.

Los enviados de Roma quedaron asombrados por la presencia masiva y la comunión de la diversidad étnica, social y cultural que distingue a los salteños.

Previo a una celebración que fue más popular que solemne, tuve la oportunidad de conversar con los cardenales, entre ellos Marcello Semeraro, prefecto de las Causas de los Santos llegado desde el propio Vaticano; el nuncio apostólico de nuestro país, Miroslaw Adamczyk; el obispo de Orán, Luis Scozzina y el arzobispo de Buenos Aires y primado de Argentina, Mario Poli.

Entre algunas reflexiones que compartimos, los sacerdotes comunicaron la preocupación de la Iglesia sobre la situación actual del país, sin dudas un cuadro complejo que no dista mucho de lo que se vive a nivel mundial.

Se mostraron angustiados ante los sufrimientos de miles y miles de familias que no solo pelean contra la pobreza, sino que fundamentalmente padecen el egoísmo, el individualismo y las desigualdades abismales que impiden el encuentro de la comunidad.

Desde la Iglesia plantearon la urgencia de superar el desempleo y la informalidad laboral que impiden a millones de argentinos pensar y proyectar mayores y mejores oportunidades.

Compartimos también un diagnóstico drástico, aunque jamás irreversible, sobre la cuestión educativa en relación a las nuevas generaciones de argentinos.

Las escuelas no pueden seguir considerándose un depósito ni una guardería de hijos y adolescentes, como quieren instalar ciertas ideas neoliberales que defienden la mercantilización del aprendizaje. Mucho menos un merendero o un comedor de emergencia que reemplace el encuentro familiar en la mesa de los argentinos.

Las escuelas deben volver a ser la usina central de la movilidad cultural ascendente y la institución garante de la igualdad de oportunidades.

Debemos llevar adelante una revolución educativa para que nuestros jóvenes adquieran las herramientas fundamentales que les permitirán desarrollarse en un mundo que cambia de reglas y necesidades a ritmo vertiginoso.

Y si hablamos de familia, de trabajo y de educación, debemos entender que no se trata de una cuestión meramente económica ni financiera.

La familia, el trabajo y la educación son ordenadores del tejido social. Son las cosas que nos unen como comunidad; son los valores que no perecen ante la modernidad líquida ni ceden ante la cultura del descarte, esa cultura neoliberal que con lucidez ha descripto el Papa Francisco.

La familia, el trabajo y la educación siguen siendo el camino. Es el camino que han abrazado las sociedades a lo largo de la historia para superar crisis, guerras y catástrofes. Y es el camino que debemos volver a abrazar.

Más allá de las diferencias ideológicas, políticas, sociales o religiosas; la familia, el trabajo y la educación deben convertirse en el principal consenso de nuestra época y el plan de gobierno de toda gestión.

 

(*) Columna emitida por FM Aries el 14 de julio de 2022.