Un 24 de marzo derrocaban con un golpe económico, cívico y militar a la presidenta constitucional Isabel Martínez de Perón. Así iniciaba la etapa más oscura, sangrienta y violenta de la historia argentina.
Por Antonio Marocco (*)
A los hombres y mujeres de nuestra generación le tocó vivir la Dictadura en vivo y en directo. Y todavía no podemos superarla.
A propósito de este nuevo aniversario del golpe de Estado, invité a un amigo a conversar sobre aquellos años: sobre cómo todavía no logramos superar algunas heridas que aún supuran.
Estaba premeditado. Eduardo Fernández Muiños fue detenido por la Dictadura el 24 de marzo de 1976 en Orán. En palabras de él, tuvo suerte y sobrevivió para contarlo.
Como a muchos de nosotros, todavía se le congestionan los ojos de dolor y espanto.
No tanto por la experiencia propia, sino por la angustia que oprime el pecho cuando se recuerda a aquellos compañeros, amigos o familiares que fueron secuestrados, torturados, fusilados, dinamitados, desaparecidos o exiliados.
Esos hijos que fueron arrebatados a sus madres. Esas madres que murieron en vida y luego fueron rematadas. La crueldad absoluta, incomprensible, innecesaria. El exterminio, el genocidio.
Esas cosas no se olvidan, y tampoco se superan.
Con Eduardo hablamos sobre cómo fue que aquella dictadura regó al país de terror y terminó atentando no solo contra la democracia, las instituciones y las libertades, sino también -y principalmente- contra el progreso, el desarrollo y el futuro del país. Fue la supresión de la Argentina mejor que podíamos ser.
Con Eduardo también hablamos de algo que quizás a mucha gente le resulte incómodo admitir: la apatía deliberada frente a lo que estaba pasando de parte de una gran porción de la sociedad. El exilio interior: la estigmatización de cualquiera que militara por consignas vinculadas a la justicia, la libertad y la igualdad.
Eduardo es peronista. Siempre fue parte del peronismo democrático que nunca avaló la lucha armada.
Lo llamaban comunista y se cruzaban de vereda. Su militancia sería antes, durante y después de la dictadura, la justificación para que lo repelan de la universidad, de su trabajo, de su provincia, de su vida.
A fuerza del “no te metás” o “por algo habrá sido”, exacerbaron un modelo social que aborrecía el sentido de comunidad y promocionaba el individualismo y el sálvese quien pueda.
Quizás una de las peores consecuencias que produjo el terrorismo de Estado fue la desintegración del tejido social que había caracterizado a la Argentina de la educación pública, del trabajo y la movilidad social ascendente.
Afortunadamente es injusto e impreciso decir que todo aquel genocidio por prolongado haya triunfado. La vida le ganó a la muerte y los argentinos dejamos atrás la cultura autoritaria para consolidar una cultura democrática.
Quizás esté allí el bálsamo. En esa esperanza que abrazó todo el pueblo argentino en 1983.
Fue entonces cuando empezamos a cicatrizar algunas heridas.
La dictadura militar exterminó mucho, pero no pudo exterminar las ideas ni los sueños. Porque los bárbaros no entienden de esas cosas.
La consolidación de la democracia fue la primera deuda saldada. Pero todavía nos queda la tarea, a nosotros y fundamentalmente a las próximas generaciones, de construir un país más justo, libre e igualitario.
Se lo debemos a ellos, a los 30 mil familiares, amigos y compañeros desaparecidos. Presentes, ahora y siempre.
(*) Columna emitida por FM Aries el 24 de marzo de 2022.