Mario Casalla
(Especial para Punto Uno)
Pocas discusiones han agitado y agitan tanto la superficie de las aguas latinoamericanas, como las discusiones acerca de su ser, de su identidad.
Pasado el período colonial, ha quedado ya bastante lejos de la memoria histórica su otro ser, el anterior a la conquista española, el denominado comúnmente “precolombino”, buscando con ello tranquilizar -mediante el recurso de un sencillo prefijo- algo que siempre se hará presente, sólo que de distinta forma y con distinta suerte.
Es éste el pozo profundo de la cultura americana, el manantial oculto desde donde –lo queramos o no, nos avergüence o no- sigue brotando agua hacia la superficie. Agua que a veces refresca, otras molesta y casi siempre duele.
Por encima está la pirámide, la construcción aérea sobre ese suelo perforado. La solidez de lo moderno que supimos construir y que generalmente nos enorgullece, aunque muchas veces nos moleste y nos fastidie. Es tan nuestro como lo otro y estas gigantescas, hermosas y desordenadas megalópolis latinoamericanas (el Distrito Federal mexicano, San Pablo, Buenos Aires, Caracas, por citar casos) lo expresan de una manera rotunda y ferozmente bella.
Pero tanta solidez está siempre amenazada, acechada; la pirámide está construida sobre el pozo y –contra lo que podría pensarse- se sostienen y se imbrican mutuamente. El agua del uno sube cada tanto a la superficie y le recuerda su existencia; el vuelo de la otra, lo saca de su encierro y lo proyecta con otras formas, diseños y colores. La cultura latinoamericana es ambas cosas: pozo y pirámide. Lastre mítico de lo ancestral y proyección aérea de esa misma piedra.
Quien lo ignore podrá estudiarla y recorrerla, pero no comprenderla. Quien pretenda castrarle alguno de sus dos planos o decida unilateralmente la primacía del uno sobre el otro, estará irremediablemente condenado al fracaso, a mayor o menor plazo.
Lo primero suele ser tentación de algunos intelectuales; lo segundo de políticos. Es imposible tapar el pozo y vano destruir la pirámide, ambos –a su manera- vuelven a manifestarse, bien como hierba o pasto que, al primer descuido, brota en el borde de nuestras muy modernas calles ciudadanas; bien como arenisca que vuelve amontonarse pasado el furor de la piqueta.
Una doble y necesaria tarea
Así, entre el pozo y la pirámide, los latinoamericanos nos dimos a una doble y febril tarea: construir y explicarnos. Construir, porque –después de las devastadoras guerras de la Independencia- casi nada quedó en pie y lo poco que quedó, muchas veces no servía para lo nuevo que necesitamos; y explicarnos, porque –junto con la materia colonial- habíamos derrumbado también el viejo orden que les daba algún sentido.
Durante los primeros años independientes, primó sin dudas el construir por sobre el explicar. Había que concluir con las amenazas españolas siempre latentes; no nos olvidemos que, dieciséis años después de los primeros hechos revolucionarios (1810), la presencia militar española en América del Sur, focalizada en el Virreinato del Alto Perú, era un hecho concreto y activo: recién en 1824, con la Batalla de Ayacucho, los españoles dejaron de ser una amenaza militar concreta para las jóvenes nacionalidades latinoamericanas. Y así y todo, refugiados en la Fortaleza del Callao, vecina de Lima, resistieron dos años más como lo que eran, fieros y valientes leones.
Rodeados por las tropas del mismísimo Bolívar, negaron su rendición y cuando lo hicieron fue después de dejar seis mil muertos y de haber perdido toda esperanza sobre una expedición auxiliar que llegaría desde la lejana península. Grande habrá de haber sido la sorpresa que se llevó el general venezolano Bartolomé Salom aquel 23 de enero de 1826, cuando por fin tomó el castillo del Real Felipe y vio lo que quedaba en su interior. Acaso similar a la de Bayardo en el siglo XV quien, después de toparse por primera vez con guerreros de ese fuste, le escribió al rey de Francia: “Ayer vencimos a cuatro españoles en un torreón. No quisieron rendirse; les habíamos cortado las manos y los pies, y no nos podíamos acercar porque mordían”. Y conste que enfrente no tenían a niños de pecho, o soldados sin antecedentes: estaban casi todos los que en las pampas de Ayacucho –a tres mil quinientos metros de altura- destrozaron las tropas del último virrey español del Perú y lo hicieron su prisionero. Los que, conducidos por el General Sucre, cargaron “a paso de vencedores”.
De manera que hubo que asentarse, construir los rudimentos de los nuevos estados, declarar las independencias y sostenerlas en medio de gravísimas situaciones internas y externas.
A la opresión y amenaza española, siguieron las violentas guerras civiles y, como siempre, los cantos de sirena de los nuevos patrones -siempre vigilantes y atentos a intervenir- ingleses primero, los norteamericanos inmediatamente después. Fue en medio de estos sucesivos tembladerales que, como se pudo, se fue pensando, imaginando, haciendo y desarrollando una cultura.
Al principio directamente imitando, luego adaptando, más tarde creando. Y muchas veces, las tres cosas al mismo tiempo, formando esta suerte de mezcla tan propia, tan mestiza y a veces tan pura, que extrañó al europeo y que a veces termina por extrañarnos también a nosotros mismos. Lo cierto es que hay algunas huellas comunes que no pueden obviarse, a la hora de intentar un panorama, aunque breve, de la cultura latinoamericana como el que aquí presentamos. De entre ellas, hay una que también insiste en aparecer, cuando pensamos desde Colón en adelante: nuestra situación colonial de origen, es decir nuestra reiterada dependencia de alguna metrópoli de turno.
Primero lo fue de España y se trataron de cuatro siglos de proceso colonial clásico, es decir, con ocupación visible de nuestro territorio por tropas extranjeras, sometimiento de los nativos y administración colonial directa de sus recursos, explotados económicamente en beneficio de la metrópoli y de acuerdo con sus leyes y necesidades.
Ahora bien, esto no terminó del todo con la declaración de nuestras independencias nacionales, dado que siguieron tratándose de naciones débiles y casi siempre en reiterada situación de dependencia neocolonial. Es decir que, América latina, nunca salió del todo de aquella situación colonial de origen.
Si bien es cierto que ésta no acusa hoy los ribetes propios del colonialismo clásico, se equivocaría grandemente quien pensara que la colonia fue una cosa del pasado y que hoy pueden considerarse su historia y su cultura sin aquel estigma de la dependencia. Tenemos banderas y gobiernos propios, es cierto, pero están muy lejos de poder hacer lo que sus pueblos y sociedades necesitan y votan. Sus abultadas deudas externas son tanto o más eficaces para su control metropolitano, que la furia destacada de los tercios españoles o una invasión de marines al estilo centroamericano del siglo pasado. Además, mejor que ocupar la colonia con tropas, resulta más “democrático” y menos costoso, a la larga, ocupar la cabeza de su clase dirigente con ideas y programas favorable a sus intereses.
Así, la dependencia cultural refuerza a la económica. La presente sociedad global –con los Estados Unidos literalmente sobre nuestras cabezas- es un perfecto ejemplo en esa dirección. Así como la alineación automática del actual presidente Javier Milei, multiplica ese peligro por dos.