Por Abel Cornejo
La generación del 98 fue un movimiento literario y cultural que predominó en España durante las primeras décadas del siglo XX. Estuvo integrado por un grupo de escritores, poetas y pensadores españoles que nacieron durante las décadas de 1860 y 1870 y que se vieron afectados moral e intelectualmente por la derrota de España en la Guerra hispano-estadounidense.
Entre quienes se destacaron puede mencionarse a: Ángel Ganivet (1865-1898), Miguel de Unamuno (1864-1936), José Martínez Ruiz -mejor conocido como Azorín- (1873-1967), Ramiro de Maeztu (1874 o 1875-1936), Pío Baroja (1872-1956), Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936), Antonio Machado Ruiz (1875-1939) y Manuel Machado Ruiz (1874-1947). Es a Azorín a quien se le atribuye su nombre, “Generación del 98”.
Entre los teóricos de la política, sobresalió ese gran pensador que fue Joaquín Costa. Esa “Generación” tuvo un mérito indiscutible, cual fue el de hacer una autocrítica descarnada de la realidad política española, desde la lógica, la reflexión y el pensamiento. Un modelo a seguir, en cualquier caso.
Dicen que solían reunirse en una animada tertulia en el café Levante, situado en la calle de Alcalá, próximo a la Puerta del Sol, en Madrid. Esa reunión fue una inspiración del célebre gallego Ramón María del Valle Inclán.
Una noche de mayo de 1904, mientras conversaban sobre cómo eran los españoles, el novelista vasco Pío Baroja sostuvo que había siete clases de ciudadanos ibéricos, como si fuesen los pecados capitales y enunció taxonómicamente el orden que había establecido:
- 1) Los que no saben
- 2) Los que no quieren saber
- 3) Los que odian el saber
- 4) Los que sufren por no saber
- 5) Los que aparentan que saben
- 6) Los que triunfan sin saber
- 7) Los que viven gracias a que los demás no saben
En este último punto se detuvo y ubicó a algunos políticos españoles que hasta se hacían llamar intelectuales.
Después de varios años en que leí la clasificación de Pío Baroja se me ocurrió pensar cuanta actualidad tiene si la aplicásemos a la realidad argentina. Impregnada como está de chabacanería y hasta de obscenidad, como el gesto que hizo el propio presidente de la República en una conferencia la semana pasada, que dejó perplejo a todo el auditorio que lo escuchaba atentamente por lo soez y procaz.
La Argentina de Sarmiento, precursora en la educación pública a escala mundial; la Argentina de Victoria Ocampo en cuya mesa se sentaron intelectuales de la talla de José Ortega y Gasset hasta Rabindranath Tagore; La Argentina de Borges, Sábato y Leopoldo Marechal; la de Alicia Moreau de Justo. Entre otros tantos personajes que marcaron una impronta distintiva en la cultura y las ciencias a escala mundial ¿Qué le pasó? ¿Adónde quedó esa Argentina?
La de maestras como Rosario Vera Peñaloza o en nuestra Salta como Jacoba Saravia o Benita Campos, ilustres predicadoras de educación, urbanidad y modales. Formadoras y forjadoras de ciudadanía y de conciencia nacional. ¿La inflación y el déficit cero justifican tales groserías?
La prepotencia, el insulto, la infamia y las descalificaciones: ¿son los modos que han sustituido al respeto y la educación como forma de hacer política? Ni los discursos más vehementes e inflamados del pasado llegaron a un nivel de ordinariez y vaciedad como se observa actualmente. No le echemos la culpa a las redes sociales, sino el pésimo uso que de ellas hacen algunos desenfadados que se creen autorizados desde el anonimato a pervertir la verdad que debe primar, ante todo. La falsía y el engaño parecen haberse enseñoreado en la cultura del vale todo.
Deberíamos cuidar algunos valores esenciales que han distinguido al pueblo argentino a lo largo de su historia. Recordemos que la costumbre es una fuente del derecho. ¿Cuál costumbre? La buena, sin duda. Y por eso no debemos dejarnos llevar por la aparición de personajes que sin aquilatar méritos del pasado bastardean a la política como el origen de todos los males, como si desde la antigua Grecia hasta la fecha, no fuera la actividad más noble del ser humano como instrumento transformador de la sociedad.
Quienes utilizan el término casta como factor demonizador de la política y estigmatizador de las personas, saben a ciencia cierta que se trata de una práctica fascista de demérito que nunca puede prevalecer por sobre la libertad opinión, hoy nuevamente amenazada para que no se informe a la ciudadanía cuantos perros tiene en realidad el presidente en la quinta de Olivos.
La lógica del agravio demuele y distancia a las personas. La concordia es un arte que permite, aún en disidencia, una convivencia armónica y en plena libertad. Precisamente porque las injurias, las diatribas y la violencia de las palabras tienen efecto intimidante, y son, por consiguiente, enemigas de la libertad de expresión.
Hablando de perros, deberíamos preguntarnos qué le quiso decir Don Quijote a Sancho Panza cuando le expresó: “ladran Sancho”.