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Franco Hessling Herrera

La COP-30 de Brasil será un rotundo fracaso en términos políticos y en cuanto a compromisos asumidos y alcanzados, lo que demuestra una remisión tan grande de la agenda ambiental que preocupa si se tiene en cuenta que, como contraparte, los resultados de la contaminación son cada vez más nocivos y frecuentes.

Desde hace unos días se celebra en Brasil la COP-30 sobre cambio climático, un evento que intenta reunir a los líderes de la mayor cantidad de países del mundo y que se orienta a dirigir las decisiones en el marco de los desafíos medioambientales más urgentes, prefigurando estrategias, estableciendo parámetros, acordando acciones prioritarias y proponiendo mecanismos de adaptación para aquellos resultados catastróficos que son ya irreversibles. La primera se realizó en Berlín en 1995 y desde allí se la ha llevado a cabo anualmente, tal como se había establecido en los acuerdos previos donde se propuso estas reuniones entre referentes políticos y expertos científicos, como por ejemplo, en la Declaración de Río de 1992 y en la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se firmó ese mismo año y en esa cita brasileña.

Las COP han tenido relevancia en visibilizar e instalar debates al respecto de las consecuencias que ha venido teniendo el aceleramiento de la contaminación dada por el modelo productivo industrial-informacional y por el consumismo irrefrenable. En el marco de esas reuniones, por ejemplo, se amplificó el problema del calentamiento global y la responsabilidad de la actividad humana en la emisión de Gases de Efecto Invernadero (GEI). Bajo la impronta de las COP tuvieron lugar el Protocolo de Kioto (1997), al que no adscribieron los principales emisores de GEI por entonces -Estados Unidos y China- y el Acuerdo de París (2015) que impulsó luego la Agenda 2030 de Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS).

Ello demuestra que ni los debates son nuevos ni están ajenos a las tensiones internas o la búsqueda de evidencias científicas con los expertos más reconocidos a nivel mundial. También deja al descubierto que en lugar de haberse convertido en una bandera de cierta agenda “woke” o de ciertos sectores radicalizados con el tema ecológico se estableció como un asunto urgente para diversos actores, gobiernos y empresas, en tanto que la indiscutible avanzada a velocidades inusitadas del calentamiento global no ameritó dudas ni escaseó en la más abundante y variopinta evidencia, científica, social y cultural -con desplazamientos poblacionales o políticos incluidos, por ejemplo, el redireccionamiento de la capital de Indonesia, de Yakarta a Nusantara-.

Se sabe que desde que comenzó el industrialismo, en un rango histórico que podría considerarse de entre 150 y 200 años a esta parte, la temperatura del planeta ascendió ya por encima del temido 1,5°, frontera que se había establecido como tope evitable cuando, a principios de los 90 se comenzó a hablar seriamente del calentamiento global y del cambio climático. Además, se tiene plena certeza de que en las últimas décadas, a partir de los 70 y la etapa industrial-informacional -con la telemática y las telecomunicaciones en boga, tanto como con el consumismo a niveles insospechados- se aceleró como un torbellino ese proceso y los niveles de contaminación. El problema ya no es sólo esa aceleración sino sus cada vez más frecuentes consecuencias, lo que se ha dado en llamar “eventos climáticos extremos”.

Sólo este año hubo olas de calor, inundaciones, incendios forestales y sequías en todos los continentes del planeta, sin dejar de mencionar los efectos menos cotidianos pero con más datos medidos, como la acidificación de los océanos, la cada vez mayor pérdida de biodiversidad, las estaciones con amplitudes térmicas más excesivas y los escenarios de hábitat más inhóspitos por aguas contaminadas incluso cuando se las traslada a través de obras sanitarias como plantas purificadoras y cañerías domiciliarias. Muchas de esas cuestiones han ocurrido en países con riqueza e infraestructura, como los mismísimos Estados Unidos de Donald Trump. Tampoco puede desconocerse que los archipiélagos, las islas e islotes están constantemente amenazados por el incremento en el nivel de los océanos. Algunos países corren riesgo de quedar totalmente sumidos bajo el agua.

El cambio climático, el calentamiento global y los eventos climáticos extremos están en un estadío que era inimaginable hace 20 años y que se esperaba contrarrestar con acciones concretas cuando se iniciaron las COP. En aquel momento se reclamó lo declamativo y la poca acción gubernamental y estatal concreta. En estos momentos el panorama es todavía más decepcionante y preocupante, puesto que ya ni las declamaciones se impostan: hay presidentes y empresarios que directamente niegan u obstruyen la acción climática y lo dicen abiertamente, sin tapujos ni edulcoraciones, sin reparos ni vergüenza. Para colmo, esos políticos encuentran grandes apoyos entre multitudes adictas a los relatos conspiranoicos, que reniegan de la ciencia, de las pruebas y de lo obvio, pretendiendo subterfugios de realidad y catacumbas de verdad para desconocer hasta lo más ostensible.

En la COP-30 de Brasil, país que supo ser cuna de los acuerdos para combatir estos problemas ambientales y esa racionalidad negadora, obstruccionista y avasallante contra los ecosistemas planetarios, se volvió a hacer visible esa remisión de la necesaria agenda, urgente, de asuntos ambientales. Ya este año había fracasado en Ginebra un nuevo intento de erigir un tratado contra la contaminación de los plásticos, un tipo de material sobre el que no hay precisión en cuanto a su desintegración. En este caso, algunos países ni siquiera se dieron cita en el sur americano para debatir la agenda ambiental y las obligaciones estatales al respecto. Un fracaso liso y llano y un llamado de atención gigante frente al aumento incesante de los efectos perjudiciales del cambio climático, un problema inocultable y global. Que nadie diga que no lo sabía, se acaba el tiempo para seguir mirando para otro lado.