Por Pablo Borla
Les llaman, en el tenis, “errores no forzados”. Son metidas de pata, en criollo. Desatenciones, desaciertos, descuidos. Cuando se trabaja en equipo, las repercusiones de esos errores impactan en todo y en todos y es ahí cuando el adversario ocasional se recuesta tranquilo en un cómodo sillón, a dejar que pase el tiempo.

Napoleón solía decir que “Si el enemigo se equivoca, no lo distraigas”.

Hablando de historia, recuerdo una frase indignada del valiente general mexicano Ignacio Saragoza, allá por mayo de 1852, en plena batalla de Puebla, cuando México estaba en guerra contra el ejercito francés, por aquel entonces considerado el mejor del mundo.

Con soldados descalzos y mal alimentados en el cuerpo, pero llenos de Patria en el espíritu, Saragoza logró vencer a los franceses, y ello a pesar de contar con un importante grupo de políticos, clérigos y aristócratas mexicanos abogando por la victoria francesa de forma abierta y descarada, traicionando directamente a sus propios compatriotas.

Luego de la batalla, y acerca de estos personajes, el general Saragoza reflexionaba afirmando que “A veces, les juro, tenía ganas de apuntar los cañones para adentro…”.

En la contienda electoral de 2015, fueron los errores no forzados del oficialismo y no las virtudes de la oposición, los que permitieron a la alianza de Cambiemos ganar las elecciones presidenciales.

De hecho, algunos dirigentes de esa coalición reconocieron que no tenían un plan de gobierno concreto porque nunca imaginaron que iban a ganar.

Previo al acto electoral, ante la inflación disparada y el avance adversario, la reacción del kirchnerismo gobernante fue profundizar el fundamentalismo ideológico, cerrar filas, cuidar el denominado “voto duro”, apretar los dientes y morir con las botas puestas, como suele decirse.

Y eso fue lo que precisamente ocurrió, pues un sector del electorado, sobre todo de clase media, que estaba indeciso y aspiraba a la práctica de políticas moderadas y conciliadoras, volcó su voto decisivo hacia Cambiemos.

Esa opción le costó al país un incremento notable de sus niveles de pobreza y un endeudamiento récord: según los datos oficiales del INDEC, entre finales del 2015 y el final del 2019, la deuda externa bruta había crecido un 76%.

Cuando Macri asumió, la deuda externa bruta era de u$s157.792 millones, pero durante el transcurso del primer año de su gestión subió a u$s192.462 millones.

En 2017, Macri endeudó un 21% más a la Argentina hasta un monto de u$s232.952 millones.

Un informe del INDEC dijo que el stock de deuda pública nacional, a fines de 2019, había llegado a u$s323.177 millones, compuesto por un 60% en títulos públicos, un 25% en préstamos y 10% en instrumentos de corto plazo.

Como suele decirse ahora en las redes sociales: “Datos, no opinión”.

Pero, ahora sí opinando, el país que dejaron quedó inviable por varias generaciones, ya que la mayor parte de la deuda contraída fue a parar a la especulación financiera y no a estimular esa producción genuina que genera riqueza y a desarrollar al País de manera federal.

La Nación, un diario complaciente con las políticas macristas, reflejó inclusive que “Macri, que asumió su gobierno con la promesa de "pobreza cero" y que pidió que juzguen su gestión por el número de pobres que dejaba”, terminaba su presidencia con más de 40% de los argentinos bajo la línea de pobreza, según un informe de la Universidad Católica Argentina.

Este año, el nivel de descontento que dejó la mezcla fatal de la inactividad y el temor de la pandemia, con el incremento de la inflación y la suba de los índices de pobreza, sumados a un visible conflicto interno en la facción oficialista, produjo una catástrofe electoral para el Gobierno, que a partir de allí tomó una serie de decisiones, buscando el rumbo perdido.

En medio de esas medidas, inoportunos, surgen los errores no forzados, como la participación del presidente en un acto de las organizaciones sociales en un estadio lleno, sin medidas sanitarias; la victimización del -digamos- humorista NIK, por un exabrupto del ministro Aníbal Fernández -una persona que habitualmente posee lengua filosa pero hábil-; las críticas incontinentes hacia el Gobierno de Fernández del ministro bonaerense, Sergio Berni; las amenazas a viva voz del nuevo titular Comercio Interior de la Nación, Roberto Feletti, que recuerdan a las patoteadas del ahora fuertemente crítico Guillermo Moreno, por mencionar algunos.

Solo falta que alguien grite desesperado, como en un paradójico partido de fútbol “¡Marquen a los nuestros…!” a fin de parar con el autocanibalismo.

Todo esto le suena como una sinfonía a una oposición que, aunque dividida, se relame pensando en que tiene las próximas elecciones ganadas y ya sueña con una presidencia, nuevamente obtenida por errores ajenos y no por capacidades propias.

En el medio, la mayoría de los argentinos, sobreviviendo como siempre, cada vez más escépticos, haciendo lo que pueden, día a día por salir adelante, en medio de la dañina especulación electoral de unos y los desaciertos de los otros.